viernes, 19 de enero de 2018

¿Vamos a Catar o a cambiar?

Benjamín Cuéllar


El 1 de enero recién pasado, Francisco envió su mensaje anual para celebrar la 51 jornada mundial de la paz. Abordó lo relativo a las personas migrantes y refugiadas vistas como seres humanos que buscan dónde vivir en paz. Para ello, se arriesgan “a través de un viaje que, en la mayoría de los casos, es largo y peligroso”; están dispuestas “a soportar el cansancio y el sufrimiento, a afrontar las alambradas y los muros que se alzan para alejarlos de su destino”. Esto lo afirma el pontífice.

Ese drama no le resulta extraño al pueblo salvadoreño. Mucha de la población indígena y campesina que sobrevivió a la masacre de enero de 1932, decidió abandonar el país y se dirigió sobre todo a Honduras. La otra “oleada” de población guanaca hacia ese país ocurrió a partir de 1945; hasta 1969, fueron más de 300,000 compatriotas sin tierra quienes se largaron. En adelante, siguió saliendo gente a montones. De 1970 a 1974 cerca de 45.000 llegaron para quedarse en territorio estadounidense, bastantes legalmente; luego y hasta el fin de la guerra acá, se vino el “sálvese quien pueda” de hombres y mujeres de todas las edades que se regaron por el mundo Pero, a más de dos décadas y media, la gente se sigue yendo. ¿Será porque las mayorías populares no disfrutan de esa afamada paz que solo existe en los discursos y para las minorías privilegiadas?

Quienes han ocupado la silla presidencial salvadoreña de 1993 a la fecha, probablemente nunca leyeron los mensajes anuales papales por la paz. Bueno hubiera sido, para no incurrir en falsedades a la hora de conmemorar el aniversario del Acuerdo de Chapultepec.

El 16 de enero del 2002, a diez años de su firma y del “adiós a las armas”, el finado Francisco Flores dijo que El Salvador era “un país diferente, determinado por una nueva realidad. La transición de la guerra a la paz ha terminado y ha llegado la hora de enfrentar una nueva etapa histórica, con nuevos retos y nuevas perspectivas”. Dieciséis años después, en la misma fecha y con la misma parafernalia, Salvador Sánchez Cerén pidió ‒a veintiséis años “de aquel acontecimiento que cambió los destinos de nuestro país”‒ sumar “más voluntades” y cuidar “cada día con nuestras acciones este irreversible camino de paz y esperanza que emprendimos”.



Los obispos de Roma, desde Juan Pablo II hasta Francisco, han desmentido a este par y a sus demás colegas. Francisco afirma que las personas también migran por otras razones, además de las guerras y las acciones de estructuras criminales. “Se ponen en camino ‒aseguró‒ para reunirse con sus familias, para encontrar mejores oportunidades de trabajo o de educación: quien no puede disfrutar de estos derechos, no puede vivir en paz”. Por eso en El Salvador no hay paz. ¡No sigan mintiéndole al país y al mundo! ¡Ya nadie les cree! Inviertan mejor el dinero desperdiciado en sus caros espectáculos.

Las “oportunidades” en el “idílico” país que describen no son más que la inseguridad, la violencia, la exclusión, la desigualdad, la viveza, la corrupción y la politiquería. La “nueva institucionalidad” nacida de sus acuerdos, ahora son solo recuerdos. Basten tres ejemplos: una corporación policial cada vez menos confiable, una defensa de los derechos humanos cada vez menos notable y un ente rector de lo electoral cada vez más reprochable.

¿Para qué quedarse acá entonces? ¿Para derramar sangre o aguantar hambre, sin un aparato estatal que reconozca “a la persona humana como el origen y el fin” de su actividad destinada a conseguir justicia, seguridad jurídica y el bien común? ¡Cuánta razón tenía Ellacuría cuando decía que aquí imperaba, más bien, el “mal común”! A estas alturas, permanece entre las mayorías populares que buscan huir del mismo. Para acabar de amolar, ya regresará una buena cantidad de compatriotas desde suelo estadounidense tras la última “trumpada”. Son quienes consiguieron su estatus temporal allá, pasados los terremotos del 2001, y a quienes el Gobierno busca mandarlos a Catar.



Los sismos no son los más terribles “desastres naturales” del país; lo más desastroso son los poderes visibles y ocultos que lo han hecho pedazos. Eso, que no debe ser natural, hay que cambiarlo. Hoy no se ve por dónde; no se logrará elección tras elección ‒que es lo que ofrecen como “solución”‒ sino con la organización de las víctimas de antes, durante y después de la guerra, violentadas de tantas formas. ¿A sus victimarios? Hay que mandarlos… no precisamente a Catar.


jueves, 11 de enero de 2018

¿Qué “corona” tiene?

Benjamín Cuéllar


“No ordenar  la matanza o no saber previamente de la misma, no lo exime de culpa”. Eso afirmé antes sobre la responsabilidad de Alfredo Cristiani en cuanto a las aberrantes ejecuciones ocurridas en la madrugada del 16 de noviembre de 1989, dentro de la universidad jesuita salvadoreña. Y lo sostengo. Durante la noche anterior, pese a que nunca se ha investigado realmente en el país, se sabe que el general René Emilio Ponce ordenó ejecutar a la máxima autoridad de la dicha entidad sin dejar testigos.

No fueron pocas las personas que terminaron “cumpliendo” dicha “misión” y su complemento: el encubrimiento de los responsables materiales; es decir, de los prescindibles pues podía haber sido esa o cualquier otra tropa la que consumara los hechos. Pero, sobre todo, de los imprescindibles: quienes decidieron, ordenaron e intentaron ocultar la masacre.

Para ello, inicialmente utilizaron un fusil de fabricación soviética ‒un AK-47‒ como los utilizados por la guerrilla. Bueno, esta ocupaba cualquier arma donada por sus aliados externos, comprada en el “mercado negro” o requisada al “enemigo”. Pero el ejército gubernamental no portaba ese tipo de fusil de asalto en el campo de batalla; su arma era el M-16 estadounidense. Así, la soldadesca que penetró en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) acribilló esa madrugada a Ignacio Ellacuría y a otros cinco jesuitas. Los tendieron en el jardín de la residencia que habitaban y ahí los ultimaron.



Como no debía quedar nadie para contar lo ocurrido, hubo que hacer un alto en la retirada cuando se oyeron gemidos provenientes del cuarto donde se encontraban una o dos moribundas. Madre e hija ‒Julia Elba y Celina Ramos‒ tendidas en el piso sobre su propia sangre mezclada y en un último abrazo filial, fueron rematadas. Antonio Ramiro Ávalos, subsargento del “carnicero” y temido batallón “Atlacatl”, detalló cómo disparó a dos de los sacerdotes jesuitas asesinados y cómo dio la orden de terminar de matar a ambas mujeres.

Los mismos autores materiales fingieron, además, un enfrentamiento y colgaron un burdo rótulo escrito por el subtenientes Gonzalo Guevara Cerritos pero “firmado” por una guerrilla que se “autoinculpaba” de esa forma. Luego, se retiró la pandilla asesina del “Atlacatl”.

Todo ello no fue suficiente. Había que hacer más pues los dedos acusadores dentro y fuera del país apuntaban a la Fuerza Armada de El Salvador (FAES) y a un Gobierno que, al menos formalmente, la regenteaba; realmente, la solapaba para que siguiera cometiendo atrocidades en defensa de poderosos intereses. En aras de ocultar la responsabilidad de los coroneles y generales que tomaron la fatal decisión, de inmediato se organizó una delegación de alto nivel encargada de algo sumamente difícil: difundir la “historia oficial” fuera de las fronteras patrias y convencer al mundo de que la responsabilidad era de la insurgencia.

Un periódico vespertino publicó el 8 de mayo de 1990 parte del documento que, en ese afán, se distribuyó durante dicho viaje. “La atribución de tal hecho (los crímenes) al gobierno o al ejército salvadoreño ‒se afirmaba en el mismo‒ carece de todo fundamento moral y jurídico y no debe tomarse más que como una estrategia de los grupos terroristas tendiente a desestabilizar la democracia de la Nación. Debemos tomar en cuenta asimismo que el beneficiario inmediato de este crimen es el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) que lo utiliza internacionalmente en su favor”. Tampoco se pudo engañar, así, a quienes tenían claro adónde se tomó la decisión.


Hubo pues que “sacarse de la manga” presidencial una Comisión Especial de Honor para entregar nueve militares a la “justicia” nacional: un coronel, dos tenientes, un subteniente, dos subsargentos, un cabo y dos soldados. Nadie más era responsable; únicamente estos “chivos expiatorios”. Quisieron que dentro y fuera del país se aceptara esa versión y se puso a “trabajar” una cuestionada Comisión Investigadora de Hechos Delictivos, para montar un fraudulento juicio que no engañó a nadie entre quienes siempre supieron del talante criminal del alto mando castrense.


Y Cristiani, ¿no tuvo nada que ver con ese descomunal aunque torpe esfuerzo por proteger a sus “subordinados”? El artículo 308 del Código Penal establece que se sancionará “con prisión de seis meses a tres años” a quien, “con conocimiento de haberse perpetrado un delito y sin concierto previo”, ayude “a eludir las investigaciones de la autoridad o a sustraerse a la acción de ésta”. ¿Por qué entonces hoy piden no investigarlo ni procesarlo? ¿Será que desgraciadamente acá la “serpiente”, como siempre, solo sigue picando al descalzo?


sábado, 16 de diciembre de 2017

De inocente a "inocencias"

Benjamín Cuéllar

Mucho se ha comentado sobre la posición del director del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (IDHUCA), el jesuita José María Tojeira, sobre la matanza ocurrida hace 28 años en dicha casa de estudios superiores y el rol de Alfredo Cristiani en la misma. Esperé unos días para opinar al respecto, por dos razones. Pensé que era conveniente conocer la opinión de la gente ‒sobre todo de las víctimas‒ y no quería ser el primero en reaccionar después de haber dirigido durante 22 años dicho ente. Pero pienso que es el momento de expresar mis reflexiones.

El artículo 7 del Estatuto de Roma determina que es crimen de lesa humanidad, entre otros, el asesinato “cuando se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”.

En El Salvador, desde el 12 de marzo de 1977 que se asesinó Rutilio Grande ‒también jesuita‒ le siguieron en la ruta martirial sacerdotes, religiosas, celebradores y celebradoras de la palabra, e integrantes de comunidades eclesiales de base. Sus autores materiales: miembros de las fuerzas represivas gubernamentales, visibles u ocultas, cuyos altos jefes eran responsables por acción, omisión y/o negación de dicho ataque sistemático contra la Iglesia católica y ‒en menor medida‒ otras iglesias. Ignacio Ellacuría fue una de esas víctimas. Lo ejecutaron sin dejar testigos; también ejecutaron a siete personas más.


Pero en la querella elaborada por el IDHUCA para la audiencia inicial en el juzgado 3º de paz de San Salvador, celebrada el 12 de diciembre del 2000, alegamos que había sido un crimen de guerra pues el artículo 8 del Estatuto de Roma semana que lo es el “homicidio” de personas cuando “no participan directamente en las hostilidades”; también lo es atacar intencionalmente a “la población civil como tal o contra civiles que no participen directamente en las hostilidades” y “edificios dedicados al culto religioso, educación, las artes, las ciencias” y otros “que no sean objetivos militares”.

Además, desde siempre el IDHUCA denunció los “actos preparatorios” de la masacre. Nos referíamos a los ataques verbales anónimos desde el “micrófono abierto” instalado en la Radio Cuscatlán, que según el mayor Mauricio Chávez Cáceres –director del Comité de Prensa de la Fuerza Armada (COPREFA)‒ era responsabilidad de Mauricio Sandoval, secretario de información del presidente y posteriormente director del Organismo de Inteligencia del Estado; a la invitación que Cristiani hizo a Ellacuría para participar en la investigación del atentado terrorista contra la Federación Nacional Sindical de Trabajadores Salvadoreños (FENASTRAS), la que motivó su vuelta al país el 13 de noviembre de 1989; a la creación de un comando de seguridad  dentro del cual se encontraba “cercada” la universidad jesuita; y al “cateo” realizado la noche del regreso del sacerdote a El Salvador.

Sobre este último, Cristiani reveló –hasta julio de 1990— que lo autorizó porque “se habían visto subversivos entrar armados y, efectivamente luego de requisar el lugar, encontraron abandonados en un cuarto armas y uniformes que los guerrilleros dejaron al salir del recinto vestidos como civiles y pasar inadvertidos”. Eso era una total falsedad.


No ordenar  la matanza o no saber previamente de la misma, no lo exime de culpa. Él era comandante general de la Fuerza Armada y estuvo en el Estado Mayor cuando se consumaron los hechos, de los cuales se dio cuenta y por lo cual quedó “amarrado” por quienes los ordenaron: sus subordinados. Eso explica por qué, siendo presidente y máximo jefe de la milicia, no tuvo las agallas para investigarlos y remitirlos a la justicia; también que haya hecho todo lo posible para encubrirlos. El contenido de este párrafo, lo comentaré en otra entrega.

No estuve de acuerdo cuando la UCA pidió conmutarle la pena al coronel Guillermo Benavides; hubiera preferido el arresto domiciliario. Tampoco lo estoy con su posición sobre Cristiani, obviamente. No tengo nada que ver con esa entidad desde hace más de un año, ciertamente; pero es mi opinión, razonada luego de que varias personas me preguntaron qué pasa. Son víctimas y gente que, sin serlo, aspira a que este país sea “normal”; un país ‒dice Lanssiers‒ “donde la justicia sea personalizada y se transmute en equidad, donde el verdugo no sea considerado como el único garante de la civilización”.

Un país, digo yo, donde Cristiani no ocupe la “inocencia” de la UCA para alegar su inocencia; un país donde este la demuestre ante un sistema de justicia que funciona, porque se comienza a tocar los intocables.




miércoles, 29 de noviembre de 2017

La izquierda real

Este 27 de noviembre se cumplieron 37 años de la muerte de seis dirigentes del Frente Democrático Revolucionario (FDR). Esa mañana se encontraban reunidos Enrique Álvarez, Juan Chacón, Enrique Escobar, Humberto Mendoza, Manuel Franco y Doroteo Hernández en el colegio de los jesuitas. Algunos individuos que llegaron a secuestrarlos, se apostaron en diversas entradas del plantel educativo; otros fueron a la del edificio principal, ordenándole a la gente tirarse al suelo con los ojos cerrados. Con sus “objetivos” hicieron lo mismo y les amarraron las manos, vendándoles los ojos para llevarlos con rumbo desconocido. Horas después, aparecieron sus cadáveres salvajemente torturados.


Franco recibió cuatro impactos de bala en el pecho; Chacón tres: en la oreja, en la frente y en el tórax; Mendoza dos y Escobar también. Sobre la ejecución de Hernández, no hay datos; pero todos presentaban señales de estrangulamiento. En el caso de Álvarez, ministro de Agricultura tras el tras el golpe de Estado de octubre de 1979 y luego presidente del FDR, su cuerpo tenía doce balazos en la espalda; pretendían, así, descabezar la fuerte y creciente oposición política con un claro mensaje: no había que ingresar a la misma y menos dirigirla. Además, pertenecía a una de las familias más adineradas de entonces; lo veían como “traidor”.

La Comisión de la Verdad en su informe ‒cuya publicación cumple 25 años el próximo marzo‒ afirmó que “de todas las evidencias recogidas” era claro “que la acción estuvo dirigida a detener a los dirigentes”. No fue casualidad ni buscaban otro “objetivo”. “La forma en que los efectivos que participaron en el operativo se movieron dentro del edificio y sus alrededores no deja lugar a duda de que […] se trató de un operativo específicamente diseñado” para capturarlos.

Las privaciones de libertad, las torturas y la masacre fueron actos delictivos coordinados desde “arriba”. Tuvo que ser así. En el país ya sonaban fuerte los “tambores de guerra”, la cual inició el 10 de enero de 1981. ¿Cómo realizar semejante operación en una ciudad militarizada sin una organización previa y precisa desde los mandos superiores, para evitar cualquier incidente en el trayecto adonde los torturaron y luego adonde los ejecutaron?

La citada Comisión advirtió que realizar esa acción requería al menos de “la complicidad de los organismos de seguridad, los cuales además seguían de cerca a los dirigentes políticos”. Hora, lugar, cantidad de efectivos, equipos de radio, vehículos, armamento y uniformes utilizados, “la jerga y la cadena de mando, la retirada del personal sin problema alguno, así como la falta de investigación adecuada por parte de los mismos cuerpos de seguridad, demuestran hasta donde estuvieron involucrados”.

Y agregó: “No es posible determinar en forma precisa qué organismo de seguridad pública llevó adelante estas operaciones delictivas”. Sin embargo, consideró que había “suficiente evidencia para señalar que organismos del Estado en forma combinada fueron responsables de este hecho”. Además, “recibió información confiable de que la orden final de ejecución fue consultada al más alto nivel de sectores de la derecha”.

Por último, señaló que tenía “sustanciales evidencias para afirmar que la Policía de Hacienda realizó el operativo de seguridad exterior que facilitó y cubrió a los autores del asesinato”; asimismo, denunció el “evidente […] desinterés para llevar a cabo una investigación exhaustiva por parte de un órgano independiente […] para esclarecer los hechos, deslindar responsabilidades y llevar a la justicia a los responsables”.

Esas atrocidades nunca se esclarecieron; el expediente judicial lo archivaron el 8 de octubre de 1982. El Estado es y sigue siendo responsable por acción y omisión al realizar la masacre, no investigar y negar verdad, justicia y reparación integral a las familias de las víctimas, las organizaciones que estas representaban y la sociedad.



Pero Rosa Erlinda Revelo viuda de Franco, siempre querida y admirada continúa en pie de lucha con su terquedad de la buena. El 30 de junio de este año solicitó nuevamente al fiscal general hacer lo que le corresponde, incluso gestionar la revisión de la investigación completa realizada por la Comisión de la Verdad. En su esfuerzo, ella cuenta con el acompañamiento del Laboratorio para la investigación y la acción social contra la impunidad.

El Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) no se pronunció hoy sobre tan horrendo crimen, atribuible a aquella derecha y sus cuerpos represivos. Claro, está demasiado enredado en sus calenturas electoreras y va “derechito” a los comicios que vienen. A pesar de eso, sí hubo gente consecuente que entregó sus vidas pero nunca ‒¡nunca!‒ sus ideales.





sábado, 18 de noviembre de 2017

Inocente, solo de nombre

Benjamín Cuéllar
Noviembre de 2017

El 15 de noviembre recién pasado, se supo lo que estaba esperándose desde hace algún tiempo: Estados Unidos de América (EUA) extraditará al coronel Inocente Orlando Montano, para enfrentar las acusaciones que ‒en el marco de la justicia universal‒ le hacen en la Audiencia Nacional de España (ANE). Ya no hay recurso que valga para su defensa, luego de que esta hizo todo “lo habido y por haber” para impedir el viaje y es cuestión de días para que Montano vuele hacia su próximo destino. 



Mauricio Funes, durante su deshonrosa gestión presidencial, le dio dónde esconderse a un grupo de militares acusados por lo mismo: participar en la masacre ocurrida en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), el 16 de noviembre de 1989. La Corte Suprema de Justicia (CSJ), por su parte, decidió que las órdenes internacionales de captura giradas para extraditar a una veintena de integrantes de la Fuerza Armada de El Salvador tenían otro propósito: únicamente localizarlos. Todo eso ocurrió en agosto del 2011.

Y en agosto del 2016, el juez español Eloy Velasco hizo otro intento por extraditar ya no a veinte sino a diecisiete militares; la CSJ repitió la historia. Pero ahora, con Montano, ni ésta ni Funes pueden hacer nada; su suerte está echada y dentro de pocos días partirá a Madrid para sentarse en el banquillo de los acusados.

Se acerca el final de una historia cuyos inicios se remontan al 2003 o el 2004, no recuerdo exactamente, cuando con Almudena Bernabéu comenzamos a conversar sobre la presentación ‒en la ANE‒ de una querella por la matanza en la UCA y a soñar con la posibilidad de lograr un triunfo en la “cancha reglamentaria” de la justicia universal, ya que en el “potrero”  salvadoreño eso era imposible.

Acá te metían zancadilla y no había árbitros decentes, dignos y profesionales que marcaran las faltas; acá había “amaños” en favor del “equipo oficial”. Allá había probabilidades ciertas de que se respetarán las “reglas del juego”. Allá se pudo y acá sigue sin poderse. Por eso decidimos comenzar a prepararnos para “jugar la partida”: Almudena cuando era parte del Center for Justice & Accountability, Manuel Ollé de la Asociación de Pro Derechos Humanos ‒en España‒ y este servidor a título personal, ya que la UCA decidió no participar. Por eso viajé dos veces a Madrid: semanas antes de que presentaran la querella en noviembre del 2008 y en junio el 2010, para declarar ante el juez Velasco.

¿Qué pasará ahora? Con Montano instalado ante la autoridad judicial correspondiente, es de esperar su condena por toda la carga de la prueba en su contra; entre esta, la crucial declaración de una experta en el caso salvadoreño: Terry Lynn Karl. Hay que mencionarla por todo lo que ha aportado a la lucha por la verdad y la justicia en nuestro país. Almudena, ahora en Guernica 37 ‒grupo recién fundado‒ liderará con Manuel lo que falta del proceso en nombre de las víctimas, con mi ayuda.

De lograrse el objetivo, la condena judicial será para este coronel retirado; asimismo, alcanzará para condenar moral y éticamente al resto de militares imputados que han sido protegidos ‒acá‒ por un sistema cómplice y propiciador de la impunidad. Además, estos tendrán que pensar dos veces o más si quieren salir del país, estando vigentes sus órdenes internacionales de captura; así, el territorio nacional será su prisión hasta el fin de sus días. Se me ocurre que Montano ‒en su defensa‒ intentará “limpiarse” y “limpiar” a sus colegas, echándole toda la culpa al fallecido general René Emilio Ponce; pero no creo que le funcione. ¿Por qué incriminarlo hasta ahora y no antes, cuando aún vivía?  


Una anécdota reveladora: el ahora futuro viajero a España, fue detenido en territorio estadounidense preparando su vuelta a El Salvador. Alguien le preguntó por qué esa decisión y su respuesta fue: porque allá estoy más seguro. Y tenía toda la razón. A más de veinticinco años del fin de la guerra y a casi  veinticinco de la presentación pública del informe de la Comisión de la Verdad, la situación no ha cambiado: con la impunidad, no obstante la inconstitucionalidad de la ley de amnistía, las víctimas siguen siendo castigadas y sus victimarios premiados.

Es, pues, hora de fomentar la necesaria organización y la lucha decisiva de las primeras juntando a las de antes, durante y después de la guerra. Solo así se logrará que los hasta ahora “inocentes”, sean sentenciados como lo que son: ¡culpables!



domingo, 23 de julio de 2017

Hecha la trampa

Benjamín Cuéllar

Este miércoles 19 de julio se cumplieron 45 años de la intervención militar de la Universidad de El Salvador realizada con “definición, decisión y firmeza”, según el entonces presidente de la República. El próximo domingo 30 de julio, serán 42 los transcurridos desde que ‒también siendo mandatario el coronel Arturo Armando Molina‒ fueron masacrados estudiantes y pueblo que acompañaba su lucha.



El ministro de Defensa y Seguridad Pública de la época era el todavía coronel Carlos Humberto Romero, quien falleció el 27 de febrero de este año. La Asamblea Legislativa, votados por todos los partidos, decretó tres días de duelo nacional. Por las víctimas de los hechos antes señalados y de todo lo ocurrido desde entonces hasta el fin de la guerra, ni siquiera un minuto de silencio oficial hubo.

Sin embargo, el mejor homenaje a estas últimas tuvo lugar precisamente el pasado miércoles cuando se realizó una audiencia pública ‒convocada por la Sala de lo Constitucional‒ para revisar el cumplimiento de su sentencia en la cual declaró la infame Ley de amnistía de 1993 como contraria a la Carta Magna.

Entonces se “desnudaron” los órganos Legislativo y Ejecutivo. Más allá de las acostumbradas “fintas” para esquivar su irresponsabilidad, la conclusión es una: no han hecho nada. Eso quedó demostrado. Se tiraron la “pelota” entre ambos, en lo concerniente a elaborar una propuesta de ley para reivindicar la dignidad de las víctimas y buscar una real reconciliación nacional, que trascienda a los responsables de las atrocidades ocurridas antes y durante la guerra.

Todo el mundo suponía que durante el año transcurrido desde que se emitió la sentencia referida, en Casa Presidencial se estaba elaborando el dichoso proyecto de ley. La sorpresa fue generalizada cuando el apoderado de don Salvador Sánchez Cerén, quien a diferencia de Guillermo Gallegos y el fiscal general de la República no asistió a la audiencia, declaró que no había tales.

Ciertamente, Sánchez Cerén rechazó este y otros fallos emitidos por el máximo tribunal justicia constitucional el 13 de julio del 2016. “Estas sentencias ‒afirmó de inmediato‒ ignoran o no miden los efectos que pueden tener, no solo en la frágil convivencia que existe en el interior de nuestra sociedad sino que, además, no contribuyen a fortalecer la institucionalidad existente”.

Pero eso cambió luego. Diez días después, en su sabatino “Gobernando con la gente” dijo que había “comenzado a conversar sobre la necesidad de construir una nueva ley de reconciliación nacional (…) que se adecúa a estos momentos y, además, a elaborar como parte de esta ley una justicia transicional que permita que las familias conozcan la verdad pero, además, que se dé la oportunidad de que se perdone”.

Después, el 16 de enero del 2017, se refirió a la “especial sensibilidad” de su Gobierno “con este tema”; es un “paso necesario en nuestro proceso de reconciliación ‒afirmó‒ que dignifiquemos a las personas que sufrieron los agravios de los aparatos del Estado durante el conflicto armado y con las cuales aún tenemos deudas en la implementación de los Acuerdos de Paz”. Y terminó sosteniendo que ratificaba su “compromiso de impulsar un diálogo con ese propósito”.

Con todo lo anterior, era lógico presumir que el Ejecutivo ejercería el necesario liderazgo para impulsar la iniciativa. Pero no. No hizo nada. Sin embargo, a final de cuentas, en la audiencia citada se logró que el diputado Gallegos ‒quien actualmente preside esa Asamblea Legislativa que homenajeó al general Romero‒ aceptara crear una comisión para elaborar la normativa  que busque dignificar a las víctimas y empuje la reconciliación nacional; también se comprometió a darle “iniciativa de ley” para su estudio, discusión y aprobación.



¡Públicamente! Quedaron filmados dichos compromisos, asumidos a propuesta de este servidor, quien además solicitó que Pedro Martínez, Ima Guirola, Jorge Amaya ‒actores demandantes en el proceso‒ lo acompañaran junto con algunas víctimas para integrar dicha Comisión, lo cual también fue admitido por Gallegos. Se pidió, además, a los miembros presentes de la Sala de lo Constitucional que el Ejecutivo se sumara a dicho esfuerzo; ello, para lograr consensos y evitar alegatos posteriores rechazos u otros obstáculos.

En el gremio de juristas dicen: “Hecha la ley, hecha la trampa”. En este caso, lo que ha ocurrido es que no han podido hacer primero la trampa; por tanto, nadie ha hecho la ley. Pero ahí está la terquedad buena y sana de las víctimas que siguen luchando por alcanzar verdad, justicia, reparación integral y por hacer que se establezcan las garantías de no repetición de las salvajadas pasadas.






sábado, 10 de junio de 2017

La tía Lola no está sola

Benjamín Cuéllar

Nunca lo estuvo, pero así la molestaban de niña el resto de sus hermanas y hermanos. Travesuras infantiles, aprovechando la rima. Pero entonces, tenía su familia allá en el cantón San Pedro Agua Caliente, Verapaz, San Vicente; fue allí donde nació, creció, trabajó, se casó y se organizó en las filas del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRTC). En algún lado leí que según el  comandante “Miguel Mendoza”, Óscar Miranda, su hermana Sofía y ella ‒Dolores Hernández‒ fueron las mujeres decisivas para desarrollar el trabajo revolucionario en dicho departamento de la región para central salvadoreña.

La tía Lola fue capturada, pero no estuvo sola; con ella estaba el pueblo al que decidió entregar su vida y por el cual, al ser liberada, continuó luchando. Más adelante, la represión del régimen militar y la guerra ‒que alcanzó a su entorno familiar y se llevó a la cárcel a su hermana Sofía‒ la obligó a abandonar el territorio nacional. Nicaragua y Cuba fueron sus destinos, pero no viajo sola; lo hizo con hijos, hijas, sobrinas y sobrinos: ¡trece en total!

El retorno de la “expedición” al país, el 17 de junio de 1992, fue con menos integrantes: nueve, incluida la tía Lola. Tampoco regresó sola. Y venía con una misión, a la cual le fue fiel hasta el final: encontrar sus seres queridos desaparecidos a la fuerza, por las fuerzas malévolas, y exhumar a quienes yacían en fosas anónimas. Entre estos últimos estaba el legendario comandante “Camilo Turcios”, uno de sus hijos. 



Alcanzar tal cometido podría ser menos difícil que antes, pues había terminado la guerra y al país se le abrían las puertas para avanzar hacia la paz. En ese momento histórico, esta no debía ser algo lírico sino una aspiración a realizar mediante el respeto irrestricto de los derechos humanos; dentro de estos se encontraba lo que la tía Lola buscaba: verdad, justicia y reparación integral que como víctima merecía.

Tampoco lo hizo sola. Dolor y reclamos suyos, era dolores y reclamos de tantas y tantas madres y demás familiares; a esa gente, la tía Lola nunca la dejó sola; la acompañó e inspiró siempre, transformando dolores y reclamos inmensamente humanos en poemas y canciones que recitaba y entonaba en el Monumento a la memoria y la verdad ‒en el Parque Cuscatlán‒ y en actividades organizadas por comités de víctimas.

Esa lucha hasta ahora sigue vigente, porque el Estado les ha negado a las víctimas saldar sus deudas. Entre las recomendaciones de la Comisión de la Verdad, cuyo informe fue publicado hace casi veinticinco años, estaba esta: “La construcción de un monumento nacional en San Salvador con los nombres de las víctimas, identificadas”. No se cumplió. El del Parque Cuscatlán, es fruto de un enorme esfuerzo desde la sociedad, incluidas las organizaciones de víctimas.

Tampoco ha habido reparación integral, no se decretó día feriado nacional para recordar a las víctimas ni se creó el Foro de la verdad y la reconciliación; el seguimiento internacional al cumplimiento de lo anterior fue nulo. Esas eran las recomendaciones de la Comisión de la Verdad para avanzar hacia la reconciliación nacional. No las asumieron, pese a que en el Acuerdo de México firmado el 27 de abril de 1991 las dos fuerzas enfrentadas militarmente entonces ‒que se han alternado el Gobierno en la posguerra‒ se comprometieron a “cumplir las recomendaciones de la Comisión”. ¿Es posible confiar en esas dos maquinarias electoreras? Seguro que no, ni en esta ni en otras materias.

La tía Lola no estuvo sola ni en su vela. Más allá de aquella gente que llegó por ser “políticamente correcto”, abundó la que sí la quería de verdad. Para quienes hemos tenido y compartido el privilegio ‒no la suerte‒ de haber estado con ella en la intimidad del hogar junto con su hermana Sofía, tampoco nos dejó a solas. Nos queda su ejemplo a imitar y su compromiso para seguir adelante empujando esa causa: la de las víctimas de antes y durante la guerra. Porque en esta “paz” de las cúpulas partidistas y de otros grupos de poder, también le desaparecieron un hijo inmediatamente después de la famosa “tregua” de marzo del 2012.

Tía Lola, hoy y siempre le cantaremos la letra del gran Silvio: “Madre, en tu día, no dejamos de mandarte nuestro amor. Madre, en tu día, con las vidas construimos tu canción (…) Madre, ya no estés triste, la primavera volverá, madre, con la palabra libertad”. Este es, tía Lola, mi humilde homenaje.