Benjamín Cuéllar
El 1 de enero recién pasado, Francisco envió su
mensaje anual para celebrar la 51
jornada mundial de la paz. Abordó lo relativo a las personas migrantes y
refugiadas vistas como seres humanos que buscan dónde vivir en paz. Para ello, se
arriesgan “a través de
un viaje que, en la mayoría de los casos, es largo y peligroso”; están
dispuestas “a soportar el cansancio y el sufrimiento, a afrontar las alambradas
y los muros que se alzan para alejarlos de su destino”. Esto lo afirma el pontífice.
Ese drama no le resulta extraño al pueblo
salvadoreño. Mucha de la población indígena y campesina que sobrevivió a la
masacre de enero de 1932, decidió abandonar el país y se dirigió sobre todo a
Honduras. La otra “oleada” de población guanaca hacia ese país ocurrió a partir
de 1945; hasta 1969, fueron más de 300,000 compatriotas sin tierra quienes se
largaron. En adelante, siguió saliendo
gente a montones. De 1970 a 1974 cerca de 45.000 llegaron para quedarse en
territorio estadounidense, bastantes legalmente; luego y hasta el fin de la
guerra acá, se vino el “sálvese quien pueda” de hombres y mujeres de todas las
edades que se regaron por el mundo Pero, a más de dos décadas y media, la gente
se sigue yendo. ¿Será porque las mayorías populares no disfrutan de esa afamada
paz que solo existe en los discursos y para las minorías privilegiadas?
Quienes han ocupado la silla presidencial salvadoreña
de 1993 a la fecha, probablemente nunca leyeron los mensajes anuales papales
por la paz. Bueno hubiera sido, para no incurrir en falsedades a la hora de
conmemorar el aniversario del Acuerdo de Chapultepec.
El 16 de enero del 2002, a diez años de su firma y
del “adiós a las armas”, el finado Francisco Flores dijo que El Salvador era
“un país diferente, determinado por una nueva realidad. La transición de la
guerra a la paz ha terminado y ha llegado la hora de enfrentar una nueva etapa
histórica, con nuevos retos y nuevas perspectivas”. Dieciséis años después, en
la misma fecha y con la misma parafernalia, Salvador Sánchez Cerén pidió ‒a veintiséis
años “de aquel acontecimiento que cambió los destinos de nuestro país”‒
sumar “más voluntades” y cuidar “cada día con nuestras acciones este
irreversible camino de paz y esperanza que emprendimos”.
Los obispos de Roma, desde Juan Pablo II hasta
Francisco, han desmentido a este par y a sus demás colegas. Francisco afirma
que las personas también migran por otras razones, además
de las guerras y las acciones de estructuras criminales. “Se ponen en camino ‒aseguró‒
para reunirse con sus familias, para encontrar mejores oportunidades de trabajo
o de educación: quien no puede disfrutar de estos derechos, no puede vivir en
paz”. Por eso en El Salvador no hay paz. ¡No sigan mintiéndole al país y al
mundo! ¡Ya nadie les cree! Inviertan mejor el dinero desperdiciado en sus caros
espectáculos.
Las “oportunidades” en el “idílico” país
que describen no son más que la inseguridad, la violencia, la exclusión, la
desigualdad, la viveza, la corrupción y la politiquería. La “nueva
institucionalidad” nacida de sus acuerdos, ahora son solo recuerdos. Basten
tres ejemplos: una corporación policial cada vez menos confiable, una defensa
de los derechos humanos cada vez menos notable y un ente rector de lo electoral cada vez más
reprochable.
¿Para qué quedarse acá entonces? ¿Para derramar
sangre o aguantar hambre, sin un aparato estatal que reconozca “a la persona
humana como el origen y el fin” de su actividad destinada a conseguir justicia,
seguridad jurídica y el bien común? ¡Cuánta razón tenía Ellacuría cuando decía
que aquí imperaba, más bien, el “mal común”! A estas alturas, permanece entre
las mayorías populares que buscan huir del mismo. Para acabar de amolar, ya
regresará una buena cantidad de compatriotas desde suelo estadounidense tras la
última “trumpada”. Son quienes consiguieron su estatus temporal allá, pasados
los terremotos del 2001, y a quienes el Gobierno busca mandarlos a Catar.
Los sismos no son los más terribles “desastres
naturales” del país; lo más desastroso son los poderes visibles y ocultos que
lo han hecho pedazos. Eso, que no debe ser natural, hay que cambiarlo. Hoy no
se ve por dónde; no se logrará elección tras elección ‒que es lo que ofrecen
como “solución”‒ sino con la organización de las víctimas de antes, durante y
después de la guerra, violentadas de tantas formas. ¿A sus victimarios? Hay que
mandarlos… no precisamente a Catar.