Benjamín Cuéllar
Mucho
se ha comentado sobre la posición del director del Instituto de Derechos
Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (IDHUCA), el
jesuita José María Tojeira, sobre la matanza ocurrida hace 28 años en dicha
casa de estudios superiores y el rol de Alfredo Cristiani en la misma. Esperé
unos días para opinar al respecto, por dos razones. Pensé que era conveniente
conocer la opinión de la gente ‒sobre todo de las víctimas‒ y no quería ser el
primero en reaccionar después de haber dirigido durante 22 años dicho ente.
Pero pienso que es el momento de expresar mis reflexiones.
El
artículo 7 del Estatuto de Roma determina que es crimen de lesa humanidad,
entre otros, el asesinato “cuando se cometa como parte de un ataque
generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de
dicho ataque”.
En
El Salvador, desde el 12 de marzo de 1977 que se asesinó Rutilio Grande
‒también jesuita‒ le siguieron en la ruta martirial sacerdotes, religiosas, celebradores
y celebradoras de la palabra, e integrantes de comunidades eclesiales de base.
Sus autores materiales: miembros de las fuerzas represivas gubernamentales,
visibles u ocultas, cuyos altos jefes eran responsables por acción, omisión y/o
negación de dicho ataque sistemático contra la Iglesia católica y ‒en menor
medida‒ otras iglesias. Ignacio Ellacuría fue una de esas víctimas. Lo
ejecutaron sin dejar testigos; también ejecutaron a siete personas más.
Pero en la querella elaborada por el
IDHUCA para la audiencia inicial en el juzgado 3º de paz de San Salvador,
celebrada el 12 de diciembre del 2000, alegamos que había sido un crimen de
guerra pues el artículo 8 del Estatuto de Roma semana que lo es el “homicidio”
de personas cuando “no participan directamente en las hostilidades”; también lo
es atacar intencionalmente a “la población civil como tal o contra civiles que
no participen directamente en las hostilidades” y “edificios dedicados al culto
religioso, educación, las artes, las ciencias” y otros “que no sean objetivos
militares”.
Además,
desde siempre el IDHUCA denunció los “actos preparatorios” de la masacre. Nos
referíamos a los ataques verbales anónimos desde el “micrófono
abierto” instalado en la Radio Cuscatlán, que según el mayor Mauricio Chávez
Cáceres –director del Comité de Prensa de la Fuerza Armada (COPREFA)‒ era
responsabilidad de Mauricio Sandoval, secretario de información del presidente
y posteriormente director del Organismo de Inteligencia del Estado; a la invitación
que Cristiani hizo a Ellacuría para participar en la investigación del atentado
terrorista contra la Federación Nacional Sindical de Trabajadores Salvadoreños
(FENASTRAS), la que motivó su vuelta al país el 13 de noviembre de 1989; a la
creación de un comando de seguridad dentro
del cual se encontraba “cercada” la universidad jesuita; y al “cateo” realizado
la noche del regreso del sacerdote a El Salvador.
Sobre
este último, Cristiani reveló –hasta julio de 1990— que lo
autorizó porque “se habían visto subversivos entrar armados y, efectivamente
luego de requisar el lugar, encontraron abandonados en un cuarto armas y
uniformes que los guerrilleros dejaron al salir del recinto vestidos como
civiles y pasar inadvertidos”. Eso era una total falsedad.
No
ordenar la matanza o no saber
previamente de la misma, no lo exime de culpa. Él era comandante general de la
Fuerza Armada y estuvo en el Estado Mayor cuando se consumaron los hechos, de
los cuales se dio cuenta y por lo cual quedó “amarrado” por quienes los
ordenaron: sus subordinados. Eso explica por qué, siendo presidente y máximo
jefe de la milicia, no tuvo las agallas para investigarlos y remitirlos a la
justicia; también que haya hecho todo lo posible para encubrirlos. El contenido
de este párrafo, lo comentaré en otra entrega.
No
estuve de acuerdo cuando la UCA pidió conmutarle la pena al coronel Guillermo
Benavides; hubiera preferido el arresto domiciliario. Tampoco lo estoy con su
posición sobre Cristiani, obviamente. No tengo nada que ver con esa entidad
desde hace más de un año, ciertamente; pero es mi opinión, razonada luego de
que varias personas me preguntaron qué pasa. Son víctimas y gente que, sin
serlo, aspira a que este país sea “normal”; un país ‒dice Lanssiers‒ “donde la
justicia sea personalizada y se transmute en equidad, donde el verdugo no sea
considerado como el único garante de la civilización”.
Un
país, digo yo, donde Cristiani no ocupe la “inocencia” de la UCA para alegar su
inocencia; un país donde este la demuestre ante un sistema de justicia que
funciona, porque se comienza a tocar los intocables.
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