Benjamín Cuéllar
Transitando por las calles de la mexicana “ciudad de
los ángeles” con Víctor Flores al timón de su “nave”, quién sabe en qué año, este
hermano del alma y décadas me dijo: “Mincho, oí esto”. Una voz grave y pastosa,
seductora y adictiva sin remedio, colmó el interior del carro y me atrapó para
siempre. El Víctor, no nos hagamos, se regodeó al verme en plena Puebla caer atrapado
por Leonard Cohen. Era la primera vez que le ponía atención.
Lo había oído. Pero, “autista” confeso que soy, no le había
puesto atención. No me percaté antes del monstruo que, en ese instante, irrumpía
en el “disco duro” musical de este servidor. Como buen disc-jockey frustrado
que soy, previo a escuchar su versión de “The future” en aquel homenaje a Cohen
hace casi una década en Barcelona, ya sabía que Luis Eduardo Aute lo citaba en
“La barbarie” que es la octava de sus “aleluyas”.
Con este antecedente, mientras se votaba el pasado
martes 8 de noviembre en los Estados Unidos de América, decidí escuchar mejor al
canadiense. No sabía que había muerto un día antes; su familia hizo público el
suceso hasta el jueves 10, al enterrarlo junto sus padres. Hoy me entero,
además, que
el fin de su paso por el mundo llegó mientras
dormía luego de haberse caído en su vivienda. Murió –acaba de comunicar Robert B. Kory, su manager‒ de forma “repentina, inesperada y pacífica”.
Ese electorero día, buena parte de la humanidad estaba
pendiente de lo que ocurría en suelo estadounidense. Se realizaban las
elecciones más impresentables que yo recuerde, de entre las muchas que recuerdo.
Relajado, a estas alturas de “mi partido” ese será el estado normal que
intentaré mantener, renuncié a las noticias; preferí, como dije, escuchar a Cohen.
¿Con cuál empezar? Pues por la que la ocasión ameritaba y reclamaba: “Democracia”.
“Viene ‒escribió‒ a través de un agujero
en el aire, de esas noches en la plaza de Tiananmen. Viene del sentimiento de
que esto no es exactamente real; o es real, pero no está exactamente ahí. De
las guerras contra el desorden, de las sirenas noche y día, de los fuegos de
los mendigos, de las cenizas de los gays: la democracia llega a los Estados
Unidos”. Así llega, gran Cohen, entre la protesta y la represión; se siente y
no se siente; se aprecian y desprecian algunas de sus grandezas, se esconden y
exhiben algunas de sus miserias.
“Viene a través de un hueco en la pared,
en un visionario torrente de alcohol; de la tartamudeante transcripción del
Sermón de la Montaña, que no voy a molestarme en hacer como si entendiera.
Viene del silencio en el muelle de la bahía; del valiente, audaz, maltratado
corazón de Chevrolet: la democracia llega a los Estados Unidos”. Así llega y se
va, dilecto Leonard, en ese país del norte de América y en sus pares del
“primer mundo”: forzada, ebria y malhablada; silenciosa y escamoteada, a bordo
de un viejo pero aún venerado coche.
“Navega, navega ‒¡oh poderoso barco del
Estado!‒ hacia las orillas de la necesidad, pasados los acantilados de la codicia
a través de las ventoleras del odio. Navega, navega… Llega primero a América, la
cuna de lo mejor y lo peor. Es aquí donde tienen el alcance y la maquinaria
para el cambio, y es aquí donde tienen la sed espiritual. Es aquí donde la
familia está rota y es aquí donde los solitarios dicen que ha de abrirse el
corazón a un nivel fundamental: la democracia llega a los Estados Unidos”.
¡Imponente y contundente! Retratar así
al “imperio” es desnudar las falacias de sus acólitos y lameculos de hoy; esos que
siempre, cuando lo “combatieron”, lo satanizaban por los siglos de los siglos
amén. ¡Implacable e impecable! Este ser acaba de lograr su trascendencia más
trascendental: de mortal excelso ya pasó a la excelsitud de la inmortalidad.
“Mientras hacía las valijas en Los
Ángeles ‒expresó modesto al recibir el Príncipe de Asturias de las Letras 2011‒
me sentía un poco inquieto, porque los premios de poesía siempre me han
resultado algo equívocos. La poesía viene de un lugar que nadie comanda, que
nadie conquista. Por eso me siento casi un charlatán, aceptando un premio por
una actividad que no domino. En otras palabras, si yo supiera de dónde vienen
las buenas canciones, iría a ese lugar más seguido”.
Y contó su relación de juventud con los
poetas ingleses; los estudió y copió, ansioso por tener una voz que no logró.
Cuando leyó a Lorca no se la copió; él le dio “permiso” para hallar la propia.
Eso es, afirmó Cohen, “encontrar un yo. Un yo que no es estático; un yo que
lucha por su existencia”. Pasó el tiempo y comprendió además que la voz “incluía
algunas instrucciones”. ¿Cuáles? “Nunca plañir con displicencia. Y que si
alguien va a expresar la gran inevitable caída que nos espera a todos, debe
hacerlo dentro de los estrictos límites de la dignidad y la belleza”.
Ya tenía la voz, pero
le faltaban instrumento y canción. Así, empezando la década de 1960, en un
parque de Montreal descubrió a un joven y magnífico guitarrista español que no
hablaba inglés. En un “francés precario” acordaron comenzar las respectivas y
necesarias clases. El primer día evidenció su torpeza con el instrumento; el
segundo aprendió una “progresión de seis
acordes, que es la base de muchas canciones de flamenco”; el tercero, el
maestro no apareció y el alumno se enteró que se había suicidado.
Esa progresión de seis
acordes fue “la base de todas mis canciones y de toda mi música”, confesó. Por
ese desconocido suicida y Lorca, Cohen transitó la vida hasta llegar a su
inevitable caída batiendo las alas que lo eternizaron: dignidad y belleza.
Desde lo alto del vuelo vio el futuro y sentenció: “Es un crimen”.
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