Benjamín Cuéllar
Hoy
hay desconcierto planetario. Creyeron que la elección estadounidense del pasado
martes 8 de noviembre, aunque apretada, sería ganada por la oferta demócrata;
pero no, la ganó alguien considerado intratable e impresentable. Y estupefacta,
mucha gente cuerda y decente en El Salvador vio asumir la presidencia de la
Asamblea Legislativa a quien declara que “la
pena de muerte, a manos de ciudadanos honrados o del Gobierno, es una
solución”. Años atrás, haciendo proselitismo,
externó su deseo de que Antonio Saca ‒entonces candidato y luego primer
mandatario‒ fuera “clonado”; suerte que no se le hizo, porque actualmente su
amigo está preso y procesado por corrupción de altos vuelos.
¿Cómo pueden estos
personajes, cada cual en su país y guardando las distancias, ocupar cargos
importantes no obstante sus cuestionables trayectorias? Esa interrogante debe o debería estar en las
mentes sensatas asustadas por el triunfo de Donald Trump; también entre las
conocedoras, en nuestro país, del traspaso de la conducción parlamentaria que
hizo una ex guerrillera a quien ‒como afirma él mismo‒ toda su vida quiso ser
militar y se preparó para ello. Lorena Peña, la comandante “Rebeca” en la
guerra, le entregó el cargo a Guillermo Gallegos cuyo prototipo de militar
siempre fue alguien que estuvo en las filas contrainsurgentes: su padre.
Hace quince lustros
nació quien a sus veintiún años se hizo otras preguntas, mucho más profundas
que la anterior, y le dijo a la humanidad cómo responderlas. ¿Cuántos caminos
debe recorrer un hombre, antes de que le llames “hombre”? ¿Cuántas veces deben
volar las balas de cañón, antes de ser prohibidas para siempre? ¿Cuántos años
pueden vivir algunos, antes de que se les permita ser libres? ¿Cuántas veces
debe un hombre levantar la vista, antes de poder ver el cielo? ¿Cuántas orejas
debe tener un hombre, antes de poder oír a la gente llorar? ¿Cuántas muertes
serán necesarias antes de que él
se dé cuenta, de que ha muerto demasiada gente?
Las
respuestas, aseguró Robert Allen Zimmerman en 1961, están “flotando en el viento”. Once
quinquenios después, la Academia Sueca le entregó el Premio Nobel de
Literatura. ¿Por qué? Porque este músico y poeta que pasó a llamarse Bob Dylan,
creó “nuevas expresiones poéticas dentro de la
gran tradición de la canción estadounidense”.
“No puedo evitar avergonzarme ‒escribió en 1974‒ de vivir en un país donde la justicia es un juego. Ahora
todos los criminales con sus trajes y corbatas están libres para beber ‘martinis’ y
mirar el amanecer. Mientras, Rubin se sienta como
Buda en una celda de diez pies. Esa es la historia del ‘Huracán’. Pero no terminará hasta que limpien su
nombre”.
“Venid amigos y reuníos a mi alrededor, os
contaré una historia de cuando
las minas rebosaban de rojo metal”. Así inició otra denuncia hecha canción, “North country blues”, de algo también vigente: las
consecuencias de la extracción minera. “Pero las ventanas tapadas con cartón ‒continuó‒ y los viejos de los bancos, te dicen ahora que la ciudad entera
está vacía (…) En las cortas
horas de mi juventud mi madre
enfermó y fui criada por mi
hermano (…) Hasta que un día mi hermano no
regresó a casa, como le ocurrió a
mi padre antes”.
“Ya con tres hijos, el trabajo fue reducido sin razón alguna a media jornada. No mucho más tarde el pozo fue cerrado y escaseó aún más el trabajo, y el fuego en el aire se sintió helar hasta que un hombre vino a decirnos que en una semana el pozo número once cerraba (…) Dijeron que no era rentable extraer el mineral, que era mucho más barato allá abajo, en las ciudades de Sudamérica, donde los mineros trabajan casi por nada”.
Ciertamente, las respuestas para descifrar las
interrogantes que deberían plantearnos las causas de lo injusto y presentarnos
las fórmulas para superarlas, están ahí: “flotando en el viento”. El problema
es enredarse, como es costumbre, en la mediocridad de lo rastrero y olvidarse
de lo sublime que está allá en los cielos. De qué sirve averiguar cómo llegaron
Trump y Gallegos a ser presidentes de algo, por importante que sea, si resulta
evidente que para ello hay que practicar el más puro y duro cinismo político.
Mejor escuchar y seguir fielmente a Dylan y a quien pudo haber sido nobel, pero
va camino a las alturas de los altares: el beato Romero.
“La Iglesia ‒denunció este
buen pastor‒ no puede callar ante esas injusticias del orden económico, del
orden político, del orden social. Si callara, la Iglesia sería cómplice con el
que se margina y duerme un conformismo enfermizo, pecaminoso, o con el que se
aprovecha de ese adormecimiento del pueblo para abusar y acaparar
económicamente, políticamente, y marginar una inmensa mayoría del pueblo”.
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