"Todo compromiso establece abiertamente lo que se piensa, lo que se quiere y lo que se va a hacer. Pero también, sobre todo, siempre esconde algo..."
sábado, 26 de marzo de 2016
martes, 15 de marzo de 2016
El Salvador en tiempos de cólera
Benjamín Cuéllar
10 de marzo de 2016
No tiene nada que ver con el
insigne Gabriel García Márquez y su igualmente brillante obra: “El amor en
tiempos del cólera”, que es una novela sobre el trajinar de Florentino Ariza en
su apasionada y perpetua conquista de Fermina Daza. No. Se trata, más bien, de
cuestiones claves de la realidad nacional que ya pasaron de ser irritantes a volverse
del todo aberrantes. La primera: lo que ocurre a montones entre los sectores que
subsisten en condiciones de mayor vulnerabilidad. Ahí sí es cada vez más
dolorosamente vigente el “Poema de amor” del eterno Roque; ahí están, no
importa la edad, las personas más tristes entre las tristes del mundo. Sobreviven
resistiendo como sea, hasta que la violencia las alcanza o hasta que deciden
lanzarse a la desesperada odisea para huir de sus garras.
La segunda: el daño que causa la
torpeza de quienes “desgobiernan” el país desde los tres órganos estatales y
otras entidades oficiales. Por último está la miopía de quienes deambulan por
ahí siendo parte de los “grandes” poderes en lo económico, mediático y
partidista, presumiendo su “viveza” y disfrutando pisotear derechos con su
egoísta y perversa bajeza. A estas alturas, en la “cancha número tres” –la de
la voracidad electorera– los dos rivales “aetérnum” juegan taimados el partido
de siempre: tramposo, sin reglas o violando las pocas que existen, sin árbitros
confiables, pegando y puyando por la espalda, acompañados desde la banca por
sus amañadas “reservas” azules, naranjas y verdes.
¡Da cólera! En serio. Y es mayor
cuando no pasa nada. No hay rebeldía ni rebelión de la buena. No hay, pese a
que la cantidad de gente desencantada y desesperanzada, burlada y encachimbada
–palabra guanaca aceptada por la Real Academia y acertada dentro de la situación
actual– supera a las “masas” atrapadas por el clientelismo barato, la retórica
retorcida y otras argucias infames de las dirigencias “efemelenistas” y “areneras”.
Pero no pasa nada. Nadie le mueve, a quienes se ufanan de sus rufianadas, el
tapete en el que cómodamente se reparten el “pastel” del poder político. Porque
aunque aparenten no estar de acuerdo, en esencia lo están pues tras el fin de
su guerra solo cambiaron formas y no fondos.
Hay otros males, pero la violencia
ocupa el más deshonroso primer sitial. Junto a la inseguridad, tienen y
mantienen aterrada a la población que –además– es acosada por la falta de
oportunidades. ¿Y qué hacen los politicastros dirigentes de uno y otro bando?
Atacarse mutuamente y descalificarse estúpidamente. Uno dice que el Gobierno y
su partido están proponiendo el estado de excepción, no para combatir la
delincuencia sino para “callar a los medios de comunicación” que los cuestionan
y con los que han sido intolerantes. El otro afirma que la gremial más grande
de la empresa privada traerá de nuevo al exalcalde de Nueva York, Rudolph
Giuliani, no para asesorar en materia de
seguridad sino para montar un “show”.
Así pasan siempre mientras la
gente pasa –siempre también– mal, muy mal en un infierno con más círculos que
el de Dante. No son nueve; son catorce: uno en cada departamento. Eso se
confirma al leer el listado del medio centenar de municipios que, en teoría, se
priorizaron para ejecutar el Plan “El Salvador seguro”: hay de todos los departamentos.
Más que hablar de “estado de excepción”, entonces, mejor gritar: ¡Qué decepción
de Estado!”
Porque los primeros diez
municipios a intervenir en el 2015, según esa dichosa propuesta surgida de las
entrañas del voluminoso Consejo Nacional de Seguridad y Convivencia Ciudadana,
son los mismos diez municipios donde recién se dijo decretarían la suspensión
de garantías constitucionales dizque para acabar con la delincuencia. ¿Qué pasó
entonces con “El Salvador seguro”? ¿De qué ha servido? Así, pues, este país no
necesita la “gordura” de ese ente sino la cordura, la inteligencia y la
participación activa de su más buena gente.
Un día después de una de tantas
masacres recurrentes –la de once humildes trabajadores en San Juan Opico,
departamento de La libertad, ocurrida el jueves 3 de marzo del año en curso– esa
gente buena estaba indignada. Y esa indignación creció más y de golpe cuando
quien prometió liderar la batalla por la seguridad ciudadana, Salvador Sánchez
Cerén, agarró el avión y con su séquito oficial se fue del país parodiando al
grupo juvenil santaneco de antaño. Como “Los Chirstians” iban cantando: “Yo ya
me voy para Caracas…”
Ciertamente, es
más la gente buena en este país. Es más la que no está ni con uno ni con otro
de ese par de prehistóricos aparatos partidistas; es más la que siente bien adentro
el dolor de patria; es más la solidaria y atenta con las demás personas; es más
la que se indigna ante el mal... Sin embargo, aun siendo más, esa gente buena
sobrevive aguantando y aguantando precariedades y angustias sin que –hasta el
momento– pase algo que le complique la existencia a quienes se han dedicado a arruinarle
la suya.
Es tanta la gente
buena e indignada, pues, que también da cólera que no se haga nada. Frente a
esos poderes calamitosos, más parece que solo le queda encomendarse al “gran
poder de Dios”. Y eso es peligroso, muy peligroso, porque “a Dios rogando y con
el mazo dando”.
lunes, 7 de marzo de 2016
¿Agorero? Para nada
Benjamín Cuéllar
febrero 2016
La polarización
política daña profundamente al país. Hasta ahora, sin salida visible en el horizonte,
este permanece atrapado entre las garras de dos bandos electoreros que –de
forma descarada e impune– solo piensan en sus intereses y actúan para imponerse
uno sobre el otro, a cómo dé lugar. Se vale todo y qué. Eso no es nuevo. Ya
pasaron así, oficialmente, casi treinta y seis años. Lo hicieron en las
trincheras y, tras el fin de las hostilidades, lo continuaron y continúan
haciendo en las urnas. Por eso, el pasado sigue siendo presente y con altas
posibilidades de arruinar del todo el futuro. Culpa de ese eterno “choque de
trenes” desfasados. Cambiaron las balas por los votos, los ideales por los
negocios, las masas por los dólares. Traicionaron su palabra empeñada en los
acuerdos de paz, desde Ginebra hasta Chapultepec.
En Ginebra se
comprometieron a terminar la guerra para iniciar el tránsito a la paz y lo cumplieron
casi impecablemente. Ese era el primer gran objetivo de un proceso de
pacificación que tan solo alcanzó para eso: el fin de los combates armados
entre sí. Nada más, pues otros dos componentes del mismo –impulsar la
democratización del país y garantizar el irrestricto respeto de los derechos
humanos– terminaron siendo “letra muerta”. Dicen que cumplieron, pero no. Nadie
en su sano juicio les cree, cuando se vive donde asusta la falta de
oportunidades para un digno desarrollo humano y espanta la violencia. Nos
dieron paja; paja de la más barata. Cambiaron mucho la forma, para no cambiar
nada de fondo. El bien común y la paz siguen siendo quimeras; “cantos de
sirena” desafinados.
¿Por qué? Pues
porque para una transformación estructural, era preciso concretar el último de
los propósitos de la “hoja de ruta” hacia la paz. A final de cuentas, la
reunificación de la sociedad acabó siendo otra ficción más. Esta aspiración,
más bien debió ser formulada como “unificación” sin el prefijo “re”, pues nunca
ha habido unidad más que para la guerra con Honduras o en torno a la “selecta” –la
así llamada pobre selección de fútbol mayor– hasta antes de los “amaños”. La
real y duradera unidad nacional, al menos para enfrentar el perenne
desangramiento entre las mayorías populares, era la clave para no terminar
cayendo en las “tres guerras” actuales que se libran en casi todo el país:
entre maras, contra las maras y de las maras contra la población. Tres guerras
que tienen algo o mucho de “sucias”, usted dirá; quizás hasta de “cochinas”.
Eso pasa porque
tanto una como la otra pandilla –las electoreras– se dedicaron y dedican en la
práctica, de forma constante y sin reparo alguno, a dividir la sociedad casi al
mejor estilo “bushiano”: entre quienes “están conmigo”, quienes “están contra
mí” y quienes no están ni con una ni con la otra. Este último segmento de la
población es mayoritario, pero está adormilado o del todo dormido, atormentado
por una prolongada y dantesca pesadilla llamada “realidad”.
Y, convertidos
en maquinarias politiqueras, aprovechadas y marrulleras, esas dos pandillas también
faltaron a su palabra empeñada en Chapultepec. No solo una, sino bastantes
veces. Pero la más infame deshonra a sus compromisos tiene que ver con la
superación de la impunidad. Pactaron eso y quedó escrito en el numeral 5,
capítulo 1 del mencionado Acuerdo. Sin embargo, la impunidad más bien se
fortaleció y se favoreció el incremento de la violencia al amarrar de pies y
manos a la justicia.
Lo hicieron con
el decreto de la amnistía más amplia, incondicional y absoluta posible; por
tanto, de las más cuestionadas o tal vez la más cuestionada en el mundo moderno.
Pero esa es ya una mala costumbre nacional, pues los dueños de esta finca
llamada El Salvador siempre han echado mano de tan funesto recurso; lo han
hecho para salir bien librados, después de haber mandado a sus mandadores a
cometer cualquier tipo de atrocidades y producir innumerables víctimas. Hubo
antes otras amnistías en la historia nacional; perdón, demasiadas. Pero la del
20 de marzo de 1993 es la más infame, por ser violatoria de todos los
estándares internacionales de derechos humanos y propiciadora de la impunidad.
Ese pasado ominoso de barbarie se debió encarar y resolver de otra manera, con
mecanismos propios de la justicia transicional entre los cuales están los de la
restaurativa.
Hoy por hoy,
pues, El Salvador es una mesa de cuatro patas: el hambre, la sangre, la corrupción
y la impunidad. Hay que machacar eso, porque nunca mandarán a reparar o las cambiarán
quienes en esa mueble se dan “la gran comilona”. En todo caso, lo que
probablemente pueda suceder es que se rompan esos endebles soportes y se
desplome a pedazos el país, como ya ocurrió en el pasado reciente y en el otro un
poco más lejano. Y puede ser que ese posible desplome sea más estrepitoso y
violento que los de antaño.
No queda de
otra, entonces. Hay que ponerle freno a esa nefasta polarización partidista más
que política, porque ninguno de los dos “dinosaurios” enfrentados tiene un
verdadero proyecto político que ofrecer al país. Ninguno ha hecho ni quiere
hacer algo para evitar otro descalabro: dejar de impedirle al pueblo que
irrumpa en el escenario y asuma un real protagonismo.
Ese pueblo está
lleno de víctimas. Las hay a montones. Las engendraron antes de la guerra y
durante la guerra. Lo peor es que siguieron surgiendo en la posguerra y siguen
habiendo en el marco de las tres guerras actuales, tanto por la muerte lenta
como por la muerte violenta. Todas deberían despertar y hacerle la vida
imposible a ese par de monstruos que se creen, hasta hoy, intocables e inamovibles.
Si se lograra que todas las víctimas existentes salieran a las calles y
reclamaran el respeto de sus derechos a todo nivel, seguro se juntarían más
personas en pie de lucha que en Guatemala y Honduras.
Por eso la
pregunta: ¿Agorero? Para nada. La raíz etimológica del término no es la de “ave
de mal agüero”. Viene del latín “augurium” y significa “augurio, predicción,
acto de consulta a los dioses sobre lo favorable de algo a emprender”. Hay que
augurarle, entonces, algo bueno a El Salvador: el despertar de su pueblo
victimizado. Porque nunca habrá un Estado garante de los derechos humanos,
mientras su sociedad realmente no sea demandante de su respeto. Hay que pasar,
pues, de la indignación a la acción.
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