viernes, 15 de mayo de 2015

Justicia y transición

Benjamín Cuéllar

El Salvador, dicen, pasó de la guerra a la paz. ¿Será cierto eso? Dentro y fuera del país hace veinticinco años, ¿cuánta gente dibujó en sus rostros amplias sonrisas al ver, con muy buenos ojos, el inicio de las negociaciones y de la firma de los acuerdos entre las partes beligerantes allá en Ginebra, Suiza? Mucha, muchísima. Tiempos mejores estaban por venir para el país, pensaban y declaraban. De aquella guerra no se pasó a la paz, sino a una posguerra cruenta que –finalizada– le dio paso a lo que ni los Gobiernos que se han sucedido de 1992 a la fecha ni muchas otras voces que le auguraron linduras a esta sociedad, se atreven a reconocer: a un Estado en pie de guerra permanente.

¿Fallido o no? Esa discusión es una más de las exquisiteces que mantienen entretenidas y polarizadas a ese par de maquinarias politiqueras “iluminadas” que trazaron en teoría un buen camino hacia la paz, pactando honrar su palabra con el cumplimiento de sus compromisos. Pero a la hora de las horas, no supieron o más bien no quisieron transitarlo de la mano para alcanzar esa que –todavía a estas alturas– sigue siendo una quimera para las mayorías populares nacionales. Por eso se vive en un Estado en pie de guerra, donde el estado en que se encuentran esas mayorías es el de una permanente violencia que produce a montones ejecuciones individuales y masacres, torturas y desapariciones forzadas. Todo eso,  con el consiguiente terror entre las mismas.

Esas prácticas criminales horrendas no se quedaron en aquel pasado sangriento y aún oscuro por el ocultamiento de la verdad, del que decían se salió el 16 de enero de 1992 con la firma del último acuerdo entre la guerrilla desaparecida –en toda la extensión de la palabra– y del entonces Gobierno que ocupó, igual que sus antecesores, el ejército y los cuerpos policiales para violar derechos humanos. No, para nada. Esas prácticas siguen siendo, como antes, el amargo pan de cada día tragado allá donde siempre y por la gente de siempre: las personas y comunidades excluidas de todo, sobre todo de las justicias social y penal.

Y eso, ¿por qué continúa? Tal pregunta me la hice de nuevo –me la he y la he formulado infinidad de veces– en ocasión de una reciente reunión a la que por suerte asistí para reflexionar, junto a un selecto grupo de colegas, sobre los nuevos principios de la jurisdicción universal. Ese proceso, liderado por Baltasar Garzón junto a la entidad que fundó y lleva su nombre, ha sido y será –hasta su final– sumamente rico y participativo. Arrancó en mayo del 2014 con el Primer Congreso Internacional de Jurisdicción Universal en Madrid, el cual convocó por cuatro días a personas expertas de diez distintos países que debatieron sobre lo qué ha pasado en el mundo, lo qué está pasando y lo qué pasará con este asunto vital. 
Camino a presentar demandas de inconstitucionalidad
contra la Amnistía y la prescripción de graves violaciones de
ddhh y otros crímenes atroces
  
En el recién realizado encuentro, conducido magistral y amenamente por el citado juez Garzón, me tocó “bailar la canción más fea”: fui el último que intervino después de dos arduos días de trabajo, tras haber visto “bailar” mejor al reducido resto de colegas. De los principios asignados para provocar el debate, me tocaron tres: el quince, el dieciocho y el diecinueve. El último trata sobre la interpretación de los dieciocho anteriores, así que no había más que mencionarlo. Pero el primero y el segundo que expuse me cayeron como “anillo al dedo”, porque tienen que ver del todo con una realidad dolorosa pero hermoseada: la salvadoreña. Tratan sobre justicia transicional, y víctimas y testigos.  

Para ello me “agarré” de dos casos emblemáticos: el magnicidio del casi beato Romero y la masacre en la UCA, por la casi segura extradición del “Inocente” Montano. Ambos debían cimbrar ese proceso iniciado aquel 4 de abril de 1990 en Ginebra cuando en el país, al igual que en la Colombia actual, el conflicto armado seguía. El documento firmado ese día era el punto de partida, pero a la vez planteaba en el horizonte el de llegada: la pacificación. 

Luego vino el Acuerdo de San José sobre derechos humanos, del 26 de julio del mismo año. Entonces se convino darle “toda la prioridad a la investigación” de graves violaciones “que pudieran presentarse, así como a la investigación y sanción de quienes resultaren culpables”. Finalmente, en Chapultepec las partes se comprometieron –articulo 5, capitulo I– a superar la impunidad afirmando que las graves violaciones de derechos humanos y otros crímenes atroces, “independientemente del sector al que pertenecieren sus autores”, debían “ser objeto de la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia”, para aplicarle “a quienes resulten responsables las sanciones contempladas por la ley”.
Coronel Inocente Montano, preso en EUA por delitos migratorios;
acusado en España por la masacre en la UCA

Además, le facilitarían a la Comisión de la Verdad toda la información que tuvieran; asimismo, reiteraron que no se debía “impedir la investigación ordinaria de situaciones o casos, hayan sido investigados o no por la Comisión de la Verdad, ni la aplicación de la ley cuando así procediera”. Pero –como canta “Juanga”– “inocente, pobre amigo” quien les creyó. Deshonraron del todo su palabra. De ahí la respuesta al porqué el país se sigue desgarrando con gente que continúa muriendo y desapareciendo: porque ambos bandos se premiaron entre sí con la impunidad y con la misma despreciaron a sus víctimas. 

“El derecho a la verdad, que es a la vez un derecho individual y colectivo, es esencial para las víctimas, pero también para la sociedad en su conjunto. El esclarecimiento de la verdad sobre las violaciones de los derechos humanos del pasado puede ayudar a prevenir los abusos de los derechos humanos en el futuro”. Eso acaba de decir Ban Ki-moon el 24 de marzo, “Día internacional del derecho a la verdad en relación con violaciones graves de los derechos humanos y de la dignidad de las víctimas”. Por poco es más largo el nombre que el primer propósito de lo conmemorado, que no por eso deja de ser el más importante. “Promover la memoria de las víctimas de violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos y la importancia del derecho a la verdad y la justicia”, reza el mismo.

Pero más allá de eso, están las palabras del pastor hecho santo por el pueblo desde su asesinato y no por decreto del Vaticano; mucho menos por gestión gubernamental alguna. Así profetizó en 1978 lo que después llamarían justicia transicional: “La Iglesia no tiene un afán, una pretensión de estar aquí solo hablando por denunciar. ¡Yo soy el que siento, más que todos, la repugnancia de estar diciendo estas cosas! Pero siento que es mi deber, que no es una espectacularidad sino simplemente una verdad. Y la verdad es la que tenemos que ver con los ojos bien abiertos y los pies bien puestos en la tierra, [con] el corazón bien lleno de Evangelio y de Dios, para buscarle soluciones”. Y para Romero, la solución es la justicia. “Solo la justicia –auguró– puede ser la raíz de la paz”.

Por eso en este país donde las personas hoy “todassomosromeristas”, no hay paz ni parece que se esté asomando por ahí. Los que ya se asomaron y salieron a guerrear son los batallones élites; ojalá, al menos, no se llamen como sus padres: “Arce”, “Bracamonte”, “Belloso”, “Atlacatl” y demás. Romero, desde su defensa local de los derechos humanos se convirtió en el símbolo universal de la misma; pero en lo local, ese reconocimiento universal no ha impactado al Estado para hacer valer los derechos a la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas. Ese Estado ha renunciado a su deber de investigar, por falta de valor o por la cómoda impunidad para quienes lo han conducido después de la guerra.

Ante esa realidad y no teniendo opciones por el momento, más que esas dos maquinarias electorales, la conclusión se resume en una palabra: poder. Pero vista como sustantivo y verbo. Es cuestión de generar el necesario poder de las victimas de antes, durante y después de la guerra para poder tener su decisivo protagonismo; no electorero, sino en la lucha contra la impunidad. Solo así se avanzará en una transición hacia esa paz que aún no llega. Para ello se debe pasar de la abundante indignación a la efectiva acción, se debe trabajar con la suficiente pasión y soltar la creativa imaginación, se deben impulsar procesos de educación en derechos humanos y promover la organización alrededor de los mismos. Ese sería el milagro más importante de Romero y el mejor homenaje a su figura universal.

Marcha del 22 de enero de 1980, con más de 200,000 personas. Reprimida por el régimen.

No hay comentarios:

Publicar un comentario