Benjamín Cuéllar
¿Fallido
o no? Esa discusión es una más de las exquisiteces que mantienen entretenidas y
polarizadas a ese par de maquinarias politiqueras “iluminadas” que trazaron en
teoría un buen camino hacia la paz, pactando honrar su palabra con el
cumplimiento de sus compromisos. Pero a la hora de las horas, no supieron o más
bien no quisieron transitarlo de la mano para alcanzar esa que –todavía a estas
alturas– sigue siendo una quimera para las mayorías populares nacionales. Por
eso se vive en un Estado en pie de guerra, donde el estado en que se encuentran
esas mayorías es el de una permanente violencia que produce a montones ejecuciones
individuales y masacres, torturas y desapariciones forzadas. Todo eso, con el consiguiente terror entre las mismas.
Esas
prácticas criminales horrendas no se quedaron en aquel pasado sangriento y aún oscuro
por el ocultamiento de la verdad, del que decían se salió el 16 de enero de
1992 con la firma del último acuerdo entre la guerrilla desaparecida –en toda
la extensión de la palabra– y del entonces Gobierno que ocupó, igual que sus
antecesores, el ejército y los cuerpos policiales para violar derechos humanos.
No, para nada. Esas prácticas siguen siendo, como antes, el amargo pan de cada
día tragado allá donde siempre y por la gente de siempre: las personas y
comunidades excluidas de todo, sobre todo de las justicias social y penal.
Y eso, ¿por qué continúa? Tal pregunta
me la hice de nuevo –me la he y la he formulado infinidad de veces– en ocasión
de una reciente reunión a la que por suerte asistí para reflexionar, junto a un
selecto grupo de colegas, sobre los nuevos principios de la jurisdicción
universal. Ese proceso, liderado por Baltasar Garzón junto a la entidad que
fundó y lleva su nombre, ha sido y será –hasta su final– sumamente rico y participativo.
Arrancó en mayo del 2014 con el Primer Congreso Internacional de Jurisdicción
Universal en Madrid, el cual convocó por cuatro días a personas expertas
de diez distintos países que debatieron sobre lo qué ha pasado en el mundo, lo
qué está pasando y lo qué pasará con este asunto vital.
Camino a presentar demandas de inconstituciona contra la Amnistía y la prescripción de graves violaciones de ddhh y otros crímenes atroces |
En el
recién realizado encuentro, conducido magistral y amenamente por el citado juez
Garzón, me tocó “bailar la canción más fea”: fui el último que intervino
después de dos arduos días de trabajo, tras haber visto “bailar” mejor al reducido
resto de colegas. De los principios asignados para provocar el debate, me
tocaron tres: el quince, el dieciocho y el diecinueve. El último trata sobre la
interpretación de los dieciocho anteriores, así que no había más que
mencionarlo. Pero el primero y el segundo que expuse me cayeron como “anillo al
dedo”, porque tienen que ver del todo con una realidad dolorosa pero hermoseada:
la salvadoreña. Tratan sobre justicia transicional, y víctimas y testigos.
Para
ello me “agarré” de dos casos emblemáticos: el magnicidio del casi beato Romero
y la masacre en la UCA, por la casi segura extradición del “Inocente” Montano.
Ambos debían cimbrar ese proceso iniciado aquel 4 de abril de 1990 en Ginebra cuando
en el país, al igual que en la Colombia actual, el conflicto armado seguía. El
documento firmado ese día era el punto de partida, pero a la vez planteaba en el
horizonte el de llegada: la pacificación.
Luego
vino el Acuerdo de San José sobre derechos humanos, del 26 de julio del mismo
año. Entonces se convino darle “toda la prioridad a la investigación” de graves
violaciones “que pudieran presentarse, así como a la investigación y sanción de
quienes resultaren culpables”. Finalmente, en Chapultepec las partes se
comprometieron –articulo 5, capitulo I– a superar la impunidad afirmando que las
graves violaciones de derechos humanos y otros crímenes atroces, “independientemente
del sector al que pertenecieren sus autores”, debían “ser objeto de la
actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia”, para aplicarle “a
quienes resulten responsables las sanciones contempladas por la ley”.
Coronel Inocente Montano, preso en EUA por delitos migratorios; acusado en España por la masacre en la UCA |
Además,
le facilitarían a la Comisión de la Verdad toda la información que tuvieran;
asimismo, reiteraron que no se debía “impedir la investigación ordinaria de
situaciones o casos, hayan sido investigados o no por la Comisión de la Verdad,
ni la aplicación de la ley cuando así procediera”. Pero –como canta “Juanga”–
“inocente, pobre amigo” quien les creyó. Deshonraron del todo su palabra. De
ahí la respuesta al porqué el país se sigue desgarrando con gente que continúa muriendo
y desapareciendo: porque ambos bandos se premiaron entre sí con la impunidad y
con la misma despreciaron a sus víctimas.
“El derecho a
la verdad, que es a la vez un derecho individual y colectivo, es esencial para
las víctimas, pero también para la sociedad en su conjunto. El esclarecimiento
de la verdad sobre las violaciones de los derechos humanos del pasado puede
ayudar a prevenir los abusos de los derechos humanos en el futuro”. Eso acaba de decir Ban Ki-moon el 24 de
marzo, “Día internacional del derecho a la verdad en relación con violaciones
graves de los derechos humanos y de la dignidad de las víctimas”. Por poco es
más largo el nombre que el primer propósito de lo conmemorado, que no por eso
deja de ser el más importante. “Promover la memoria de las víctimas de
violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos y la importancia del
derecho a la verdad y la justicia”, reza el mismo.
Pero
más allá de eso, están las palabras del pastor
hecho santo por el pueblo desde su asesinato y no por decreto del Vaticano;
mucho menos por gestión gubernamental alguna. Así profetizó en 1978 lo
que después llamarían justicia transicional: “La Iglesia no tiene un afán, una
pretensión de estar aquí solo hablando por denunciar. ¡Yo soy el que siento,
más que todos, la repugnancia de estar diciendo estas cosas! Pero siento que es
mi deber, que no es una espectacularidad sino simplemente una verdad. Y la
verdad es la que tenemos que ver con los ojos bien abiertos y los pies bien
puestos en la tierra, [con] el corazón bien lleno de Evangelio y de Dios, para
buscarle soluciones”. Y para Romero, la solución es la justicia. “Solo la
justicia –auguró– puede ser la raíz de la paz”.
Por eso
en este país donde las personas hoy “todassomosromeristas”, no hay paz ni
parece que se esté asomando por ahí. Los que ya se asomaron y salieron a guerrear
son los batallones élites; ojalá, al menos, no se llamen como sus padres:
“Arce”, “Bracamonte”, “Belloso”, “Atlacatl” y demás. Romero, desde su
defensa local de los derechos humanos se convirtió en el símbolo universal de
la misma; pero en lo local, ese reconocimiento universal no ha impactado al
Estado para hacer valer los derechos a la verdad, la justicia y la reparación
de las víctimas. Ese Estado ha renunciado a su deber de investigar, por falta
de valor o por la cómoda impunidad para quienes lo han conducido después de la
guerra.
Marcha del 22 de enero de 1980, con más de 200,000 personas. Reprimida por el régimen. |
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