Benjamín Cuéllar
El primer día
de mayo de 1979, el Bloque Popular Revolucionario –el combativo BPR– salió a la
calle a conmemorar a la clase trabajadora. Eran tiempos de sangre y muerte
entre las mayorías populares, sobre todo, y en casi todo el territorio
nacional. Pero también de lucha, a veces poco más o menos hasta suicida; pero,
por lo general, necesariamente noble en esa época. Tal escenario doloroso y
luctuoso, no disminuía la batalla por el cambio radical; al contrario, la
incrementaba. No había de otra. En semejante entorno, aún no era el momento
álgido de las grandes masacres; pero las detenciones ilegales y las desapariciones
forzadas, sí estaban de moda y creciendo en número. Los tambores de guerra
retumbaban fuerte en Nicaragua y en El Salvador comenzaban a sonar cada vez con
más fuerza. Centroamérica se incendiaba con un fuego político militar abrasador
y arrasador.
Eran tiempos
insufribles para casi todo el mundo excluido y reprimido en la misma subregión
de ahora: el “triángulo norte” centroamericano. Pero no eran los mismos
criminales de hoy. Bueno. En realidad, quién sabe si eran los mismos, sus
herederos o sus estructuras criminales y lucrativas. En aquellos años, los
patrocinadores y los encubridores, los sucios financieros y los socios “escuadroneros”
de un Estado criminal, mataron un arzobispo; ahora no… hasta ahora. De seguir
así, ¡quién sabe qué siga! En México asesinaron al arzobispo de Guadalajara –Juan Jesús Posadas– también en mayo pero de 1993, en
medio de las guerras entre el crimen organizado y los Estados desorganizados.
En ese mayo sangriento salvadoreño de 1979 fueron capturados,
también el primer día del mes, Facundo Guardado –de generales conocidas– y
Ricardo Mena, líder estudiantil en aquella lejana Universidad Centroamericana
“José Simeón Cañas”. El 8 de mayo, en el atrio de la Catedral metropolitana fue
masacrada una manifestación del mismo BPR cuando se reclamaba la libertad de
sus cabecillas. No solo de Facundo y Ricardo; también de Óscar López y Numas
Escobar, quienes pertenecían a la Unión de Pobladores de Tugurios y a la Unión
de Trabajadores del Campo, respectivamente: las inolvidables e inefables UPT y
UTC. Se exigía, además libertad para Marciano Meléndez, el querido “Chanito”.
De este último, el movimiento estaba claro que ya lo habían
ejecutado; sobre Óscar y Numas, aún quedaba alguna esperanza. Los dos primeros
fueron los únicos que el régimen encabezado por el general Carlos Humberto
Romero entregó con vida, no por su gusto sino después días en los que la muerte
se paseó por el país, principalmente en su ciudad capital. Toda la coyuntura
cruenta duró, más que nada, desde ese fatídico 8 hasta el 22 de mayo cuando fue
disuelta a sangre y fuego una marcha que se dirigía a la embajada de Venezuela,
tomada entonces por integrantes del BPR. Durante ese período, casi todos los
días hubo que enterrar víctimas asesinadas por fuerzas gubernamentales. La
guerrilla también acribilló, el 23 de mayo, a Carlos Antonio Herrera Rebollo
quien era Ministro de Educación y había sido alcalde de San Salvador por el
Partido Demócrata Cristiano.
Además del militar y mandatario impuesto el 20 de febrero de
1977, otro Romero también se convirtió ese mismo año –dos días después de la
toma de posesión del general– en figura pública nacional: monseñor Óscar
Arnulfo Romero y Galdámez pasó a ser el IV arzobispo de San Salvador, también
impuesto según algunas personas y grupos que no lo veían con buenos ojos pero
que ahora no paran de alabarlo. Y es que a estas alturas de la historia, más de
alguna gente de entre aquella que reventó cohetes la noche del 24 de marzo de
1980 –festejando el magnicidio– estuvo montada en el templete principal,
durante el acto oficial de beatificación del mártir que amó y defendió la fe en
serio y sin regateos; lo hizo en aquellos tiempos de cólera y aflicción, desde
el lugar que muchos de sus actuales veneradores no lo hicieron: desde la opción
preferencial por la defensa de los derechos humanos de los sectores más
vulnerables por la exclusión y la represión.
A López y
Escobar los capturaron y desaparecieron la noche del 25 de abril de 1979. Una
joven bella de quizás apenas diecisiete años, pobladora de la “22 de abril”
pero refugiada en la “Tutunichapa” por su militancia en la UPT, iba con ambos
pero logró correr; la cosieron a balazos y, así, María Elena Salinas falleció
en el instante. De estos tres casos, monseñor Romero no dio cuenta en su diario
pues viajó a Roma dos días después. Por cierto, sus maletas se quedaron en
Madrid; por ello debió vestir sotana y faja ajenas para asistir a la
beatificación de dos sacerdotes.
Pero lo sucedido
el 8 de mayo si lo registró el arzobispo mártir ya que un día después de
ocurrida la masacre monseñor Ricardo Urioste –entonces vicario general
arquidiocesano– le dio la noticia por teléfono estando aún en la capital
italiana. Ya en el país, la primera homilía dominical de Romero fue la del 13
de mayo. Guardado y Mena ya estaban libres; del resto, nunca se supo nada. Ese
día, entre los hechos de la semana, afirmó que no
solo el BPR sino todas las personas de buena voluntad en El Salvador debían
exigir al Gobierno el respeto de la ley y la libertad de sus hermanos. Y agregó
que del 22 de febrero hasta el 8 de mayo de ese año, el Socorro Jurídico
Cristiano había documentado trece desapariciones forzadas; sumadas a las
anteriores, se tenía un total de 127 de esos crímenes contra la humanidad.
“¡Son nuestros hermanos –exclamó Romero– y queremos saber dónde están!”
“Se
ha prometido –añadió– que se hará una investigación exhaustiva. ¡Cómo nos
gustaría!, es lo justo. Pero tenemos un temor. Si una investigación va a correr
la misma suerte de la que el 14 de septiembre se pidió a la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos para que observase e investigase la
situación de los derechos humanos en El Salvador, no hay mucho que esperar.
Ciertamente es lo justo; pero con el fin de aceptar responsabilidades, de
sancionar a los culpables y de enmendar errores. Para mí, esto es lo más grave:
que se cometen errores y no se reconocen. Todos tenemos que reconocer nuestros
errores y no distorsionar la verdad para una aparente salvación del honor”.
Por
todo lo anterior y porque tampoco ha habido investigación y justicia en el caso
de Rutilio Grande, monseñor Romero dejó “con los colochos hechos” a quienes
organizaron la parafernalia oficial sabatina. Porque, luego de la ejecución de
Rutilio Grande a pocos días de convertirse en arzobispo metropolitano, el santo
patrono de los derechos humanos le reclamó al presidente por no averiguar la
verdad sobre la muerte de este jesuita y dijo que no participaría en ningún
acto de esos mientras ello no ocurriera.
Y
como no ha ocurrido, el primer mártir salvadoreño y el salvadoreño más
universal estuvo este sábado 23 donde siempre ha estado: con su pueblo entre la
multitud que se asoleaba durante su beatificación, en las comunidades dolientes
del país, con quienes salieron huyendo del mismo por la violencia y la falta de
oportunidades… En fin, parafraseándolo, con el pueblo sufrido cuyos lamentos siguen
subiendo hasta el cielo cada día más tumultuosos y que lo venera de verdad.