Benjamín Cuéllar
“Corrupción es una palabra común
en la actual América. Es la ley que rige donde no se obedece otra ley. Y está
minando este país. Los legisladores honrados de cualquier ciudad pueden
contarse con los dedos de las manos”. ¿Un luchador contra esa lacra social y
política pronunció esas categóricas afirmaciones? No. Fueron brindadas al
periodista Cornelius Vanderbilt Jr. al gran mafioso de la época, año 1931,
conocido como Al Capone. Este criminal precisó que en Chicago solo hacía falta
una mano para hacer esa inmoral contabilidad; no era necesario el par. Y acá,
en El Salvador del siglo veintiuno, ¿bastará con dos o tres dedos?
“La virtud, el honor, la verdad y
la ley –continuó Capone– han desaparecido de nuestras vidas. Somos de lo más
listos. Nos gusta ser capaces de ‘sacar adelante las cosas’. Y si no podemos
ganarnos la vida con una profesión honrada, de algún modo tendremos que
hacerlo”. ¡Qué lindeza! Pero siguieron las exquisiteces de este prohombre del
“bajo mundo” estadounidense, pronunciadas hace casi el centenar de años.
“Las personas que no tienen
respeto a nada –añadió– temen al miedo. Y es sobre el miedo, sobre lo que yo he
construido mi organización. Los que trabajan para conmigo no tienen miedo a
nada. Los que trabajan para mí tienen confianza; no tanto por su paga, como
porque saben que pasaría con ellos si esa confianza se quebrase. El gobierno de
Estados Unidos blande un buen garrote ante quienes violan la ley y les dice que
irán a la cárcel si la violan. Los que violan la ley se ríen y tienen buenos
abogados. Algunos de los menos hábiles cargan con la culpa”.
Ostentación pura y dura;
mescolanza de sentido común, cinismo a chorros, singular inteligencia, picardía
descarada, lógica original y una buena dosis de perversidad. ¿Cuantos “patrones
del mal” de similar o peor calaña, diestros y siniestros, con discursos y
recursos parecidos se han regodeado históricamente con el patrimonio
salvadoreño? ¿Cuantos distinguidos, finos y educados “señores de los cielos” lo
han esquilmado hasta arrodillarlo ante la muerte, tanto lenta como violenta?
¿Cuántos? ¿Pocos, muchos?
¡Quién sabe! Nunca se habían
investigado ni corruptos ni corruptores; cuando hasta hace poco se hizo, no se
hizo en serio sino en medio de la eterna changoneta electorera en la que vive
sumido este magullado terruño. De ahí la enorme dificultad para saber y
entender el tamaño del fenómeno. En tal escenario, no resulta inapropiado y
menos contraproducente insistirle a la gente que existe una relación directa
entre corrupción y derechos humanos. La primera influye de manera clara,
contundente y negativa en los segundos; los maltrata, estimula su depreciación
y profundiza la precariedad en que se encuentran.
Es inaceptable la indecencia de
quienes ‒desde la corrupción de bagatela o de “altos vuelos”‒ le chupan la
sangre al fisco para su beneficio personal o en función de intereses
arribistas, mercantilistas y partidistas, entre otros. Eso camina de la mano
con la impunidad, pues acá ni siquiera se blande el garrote; mucho menos se
golpea con todo. Por eso en este pobre país, esos delincuentes no se ríen; se
carcajean.
Pobre país, pero también país
pobre. Lo dicen todos los indicadores reales, no los maquillados. El
Presupuesto General de la Nación ‒¿se puede llamar “nación” a esto que tenemos?‒
no alcanza para solventar necesidades vitales de las mayorías populares y de la
población cuya calidad de vida va a la baja. A esta gente que debió ser la más
favorecida por las políticas públicas después de la guerra, le taladraron la
esperanza de vivir dignamente con trabajo y seguridad al robarle los dineros
que debieron invertir en favor del bien común.
La referida muerte violenta que
se pasea campante a lo largo y ancho del territorio nacional, que no es tan
grande y por tanto la vuelve más visible, junto a otras formas criminales le
costaron al país más de cuatro mil millones de dólares en el 2014 que debieron
gastarse en seguridad privada, atención hospitalaria y otros rubros. Ese fue el
costo de la violencia ese año y su monto se incrementó en el 2015 con toda
seguridad, ya que solo en lo que toca a los homicidios y feminicidios pasaron ‒más
o menos‒ de 3,900 a 6,650 las víctimas fatales.
Esa millonada equivale al 16% del
Producto Interno Bruto, si el monto oficial de este último fue verdadero;
también a la suma de todas las remesas que llegaron al país, a la recaudación
total de impuestos, a dos veces la factura petrolera y a la mitad de los
depósitos bancarios durante ese año. Igual,
representaron el doble de todo lo que el fisco dejó de percibir en el 2015 al
sumar la evasión de la renta, la apropiación indebida del Impuesto al
Valor Agregado ‒el pesado IVA‒ y el contrabando. De haber ingresado a las arcas
estatales esos dos mil millones de dólares que no lo hicieron, en números
redondos estaría casi del todo financiado el Plan “El Salvador seguro” y quizás ‒ojalá‒
disminuiría el costo de la violencia.
Pero no. Esos delitos que no son
perseguidos con la contundencia debida fueron y son cometidos, en su mayoría,
por personas jurídicas. Así, pues, al pueblo salvadoreño lo han saqueado
empresarios inescrupulosos, presidentes sinvergüenzas, funcionarios de
cualquier color y otros especímenes que deberían estar en la cárcel,
preparándose para su viaje al infierno. Porque la corrupción y sus consecuencias
en detrimento de la calidad de vida de las mayorías populares, no son más que
crímenes contra la humanidad aunque las legislaciones no lo estimen así;
también son pecaminosas.
Francisco compara la corrupción con la drogadicción. “Se comienza con poco: una pequeña suma de aquí, un soborno allá. Y entre esta y aquella, lentamente se pierde la libertad”. Produce “dependencia y genera pobreza, explotación, sufrimiento”. Pero cuando “buscamos seguir la lógica evangélica de la integridad, de la transparencia, (...) de la fraternidad, nos convertimos en artesanos de justicia”. Eso acaba de afirmar el tan querido Sumo Pontífice.