domingo, 28 de agosto de 2016

La llaga

Benjamín Cuéllar
Hoy casi todo mundo habla bien del Fiscal General de la República. Los “malacates” –como dijo aquel “peso pesado” entre esa ralea‒ y sus compinches públicos y privados, son los únicos que lo atacan. Son los menos, pero aún con mucho poder. El resto de la gente informada y preocupada por el país, ve con buenos ojos el trabajo de Douglas Meléndez. En realidad, este se está ganando –poco a  poco– un reconocimiento positivo; ojalá no defraude. Hay que apoyarlo, por ejemplo, en su legítima demanda de recursos y en la censura de los ataques que recibe por quienes ya están siendo procesados, quienes están a punto de serlo y quienes tiemblan al voltear para arriba y ver su “techo de vidrio”.

Todo mundo habla también de las recientes capturas ordenadas por el “fiscalón”; así le han dicho y le dicen en la institución a todos los que se convierten en sus titulares. Cuando algún día una mujer ocupe el cargo, hasta la fecha no ha sucedido, le dirán la “fiscalona”. A personajes como esos ahora tras las rejas, nunca o casi nunca se los había cargado un sistema de justicia que siempre, siempre ha dejado mucho que desear; ahora pasan a los tribunales y habrá que ver cómo les va. Ojalá la judicatura esté a la altura. Desde el enfoque de derechos humanos, hay que exigir respeto del debido proceso y las garantías judiciales para los acusados; pero también justicia para las víctimas de sus fechorías. 


La honradez celebra que ya no sean solo “chimbolos” los que pesca la Fiscalía General de la República; estos que acaban de atrapar no son los peces gordos, gordos… Quizás uno sí. Pero algo es algo. Quién se iba a imaginar que algún día, en este paraíso de la impunidad, sería procesado un “fiscalón” a menos de un año ‒ocho meses para ser exactos‒ de haber entregado el cargo, sentando así un importante precedente al ser acusado por omisión de investigación.

También se acusa al ahora imputado, Luis Martínez, por el delito de fraude procesal; pero el primero, es el que se lleva las palmas.  Este singular sujeto ‒según el artículo 311 del Código Penal y la Fiscalía‒ siendo su titular se negó a promover la investigación de hechos delictivos que sabía se habían realizado en razón de sus funciones. De ser encontrado culpable de haberlo cometido, tendría que purgar una pena de tres a cinco años de prisión.

Por cierto, en octubre del año pasado José Luís Merino ‒de quien se dice es el poder tras el trono en el partido de Gobierno‒ sostuvo que Martínez había “hecho el esfuerzo necesario”. “Ha habido una notoria mejoría ‒continuó Merino‒ en la capacidad investigativa de la Fiscalía; ha ayudado a que mejore la aplicación de la justicia en el país”. Al preguntarle si para el FMLN merecía ser reelecto, Merino contestó: “Yo creo que sí”. Vean hoy en qué lio se encuentra su “preferido”. Uno se pregunta: ¿A cuenta de qué ese apoyo?

En medio de esa vorágine, no “sacudón” como peculiarmente expresó quien ocupa formalmente ese mencionado trono, aparece salpicado Mauricio Funes y –como hizo él con Francisco Flores‒ lo están haciendo añicos por todos lados. Por más que uno u otro no sea “santo de su devoción”, nadie debería hacer eso por mucho que el primero lo haya hecho con el segundo. No por la supuesta “dignidad” de haber sido presidentes de la República; con su desempeño, cada quien a su modo, no parece ser que se la merezcan. Es por su dignidad humana.

A Funes lo atacó Jorge Velado, presidente del partido Alianza Democrática Nacionalista (ARENA) hasta este día. De su perorata primera, tras los allanamientos en residencias y negocios de un empresario fundador del movimiento llamado “Amigos de Mauricio”,  medios y redes destacaron los retorcidos deseos de Velado: ver a Funes dentro de la bartolina donde metieron a Flores en su momento. Pero ninguno rescató, que yo sepa, cuando se refirió a la familia de este último. Para Velado, Funes no se puso a pensar en esa familia cuando cometió el primer “homicidio político” después de la guerra. Eso dijo.

Deliberadamente, todo lo anterior sirve para llegar a este tema que es lo que en realidad me interesa: la familia, sus sentimientos de dolor y sus deseos de justicia; sus legítimas exigencias de verdad y la obligación estatal de repararles los daños causados. Pero no se trata de la familia Flores Rodríguez, que tiene recursos para hacerlo sola y ‒hoy sí‒ con Velado acompañándola.

Ahora reclamo eso para las familias de las víctimas de las atrocidades cometidas por uno y otro bando, antes y durante la guerra; uno y otro bando que, tras la misma, se dedicaron a garantizarse su “buen vivir” ‒con o sin corrupción‒ y defender corruptos. Por eso temblequean tanto luego de declararse inconstitucional la amnistía. Esa infamia fue tabla de salvación, hasta hace poco, para quienes siempre negaron esos derechos a estas familias víctimas; para quienes dijeron luchar antes por la revolución y ahora sostienen que primero está una difusa, malentendida y conveniente “reconciliación”, no puede hablarse más que de traición.


Yo mientras tanto, para no dejar que salga de la agenda, seguiré en lo mismo: con el dedo en la llaga purulenta de la impunidad, “trapo sucio” con el que cubren a criminales, seguro de que el problema no es el dedo sino la llaga.


martes, 23 de agosto de 2016

¿Está listo?

Benjamín Cuéllar

Hoy, en serio, se le abre al país una nueva oportunidad para cambiar de fondo. Ya le robaron varias. Entre las últimas, estuvo el Acuerdo de Ginebra. ¿No sería distinto El Salvador si se hubiese logrado, sino un irrestricto, al menos un aceptable respeto de los derechos humanos? ¿Estaría como está si se hubiese democratizarlo y si se hubiera alcanzado algún grado de unidad para, siquiera, encarar tamaños desafíos como las reformas en materia de salud y educación o para salirle adelante a dramas sociales tan extendidos como la exclusión y la violencia?

Pero no. Los dos “dinosaurios” que administran la cosa pública desde hace más de cinco lustros terminaron “su” guerra y nunca lo permitieron. De nada sirvió la cacareada “alternancia” entre ambos hace ya más de siete años. Esa fue otra de los últimos chances desperdiciados. Lo que hicieron sus hipócritas impulsores fue matar la esperanza; el cambio real solo alcanzó para algunos que únicamente se preocuparon por llenarse a montones, con el dinero del pueblo, sus bolsillos y los de sus lambiscones. 


Pero, de nuevo, acaba de encenderse otra luz al final del túnel. Bien lo escribió y canta el entrañable Serrat: “Bienaventurados los que están en el fondo del pozo porque de ahí en adelante, solo cabe ir mejorando”.

Ciertamente este sufrido pedacito de tierra, ficticiamente subió alto de la mano de la ONU. Esta lo paseo y exhibió por el mundo, de un lado a otro, como el “modelo” a seguir en lo concerniente a “instaurar la democracia” y “garantizar la vigencia de los derechos humanos”. Pero como dicen con propiedad: mientras más alto se sube más duele la caída. Por eso, El Salvador duele allá abajo, donde sufren sus mayorías populares sin que nada le importe –allá arriba– a las minorías elitistas de viejo y nuevo cuño que lo han exprimido a su favor.

Pero en esos elevados círculos de poder, en este instante se están “comiendo las uñas” y no logran posarse en una silla con la tranquilidad que siempre les aseguró la impunidad. No saben cómo enfrentar lo que el gran Roque llamó, adelantado a su época, “el turno del ofendido”. Ya llegó, ya está aquí y hay que afrontarlo.

La infame e infamante amnistía de 1993 ya no protege a quienes, cobardemente, participaron en la ejecución de graves violaciones de derechos humanos y crímenes contra la humanidad. Ya no existe ese trapo sucio bajo el cual se cubrían los perpetradores de uno y otro bando. ¡Se acabó!

En la víspera de las dos décadas y media de terminada aquella guerra, el país tiene otra oportunidad para cambiar el que ‒desde siempre‒ ha sido su más feo retrato: una fea y maloliente “justicia”. Este fue descrito y denunciado en sus tiempos de heroica defensa de los derechos humanos, siendo “vos de los sin voz”, por el ahora beato Romero. El 20 de agosto de 1979, desde su púlpito profético, contó lo que le había dicho un “pobrecito”; ese fue el término preciso y cariñoso que utilizó para referirse al campesino que le dijo: “Es que la ley, monseñor, es como la culebra; sólo pica a los que andamos descalzados”. Eso contó exactamente hace veintisiete años, el venerado pastor y mártir. 



Casi catorce después, el 15 de marzo de 1993, la Comisión de la Verdad divulgó su informe. Sancionar a los perpetradores, sostuvo, era “un imperativo de la moral pública”; pero agregó que, en ese entonces, el sistema de justicia salvadoreño no reunía “los requisitos mínimos de objetividad e imparcialidad para impartirla de manera confiable”. Sobradas razones tenía para afirmar eso. Para muestra un botón: la deliberadamente torpe “investigación” y el fraudulento “juicio” en el caso de la masacre ejecutada en la UCA, a finales de 1989. 

Cuando aún no se cumplían siquiera los seis meses de haberse conocido la sentencia respectiva, la Comisión de la Verdad inició su trabajo; en el transcurso del mismo, le “corrigió la plana” en ese y otros hechos criminales a ese malévola, atrofiada y mal llamada “administración de justicia” nacional, la cual seguía siendo una maquiladora de iniquidades.

Desde la publicación del mencionado informe elaborado por esta entidad temporal, pasaron ya más de veintitrés años. A estas alturas es bueno y sano preguntar sí ya cambió el escenario; si está listo el sistema para funcionar como tal. Eso solo se puede responder, poniéndolo a prueba. Para ello, ahí están dos casos.

Uno es, precisamente, el de la masacre en la UCA. No es el único ni el más grave; pero sí es ‒entre los hechos criminales ocurridos antes y durante la guerra– uno de los más sólidos en cuanto a su investigación. El otro sí puede y debe considerarse la más terrible atrocidad ejecutada en medio de la “locura” que generaron, durante más de una década, los dos bandos que al finalizar aquella se dedicaron a matar la “esperanza”; para ello sí fueron capaces. Se trata de la matanza en El Mozote y otros cantones colindantes, del cual también se tiene suficiente información y una condena en la Corte Interamericana de Derechos Humanos. 


El Fiscal General de la República no debe argumentar falta de recursos para investigar. Que solo pague el flete para repatriar los archivos de la Comisión de Verdad que están allá en Nueva York, donde “todo es mejor” según canta Roy Brown. Luego, que judicialice esos dos casos para empezar a poner a prueba la institucionalidad de la que tanto presumieron ‒los firmantes de “su paz”‒ haber renovado.


“De la locura a la esperanza”, tituló su informe la Comisión de la Verdad. A final de cuentas, lo que hicieron fue maquillar a Frankenstein para participar en “miss universo”. Esa era una gran preocupación del máximo líder de la socialdemocracia salvadoreña. Guillermo Antonio Ungo, dicen que lo dijo, en medio de las negociaciones para superar la “locura”. Pero, pese a todo, tenemos enfrente una nueva oportunidad. ¿Está listo El Salvador para, por fin, aprovecharla? ¡Ojalá sí! Eso no depende del dirigente; depende de la gente. Y yo quiero que El Salvador, como Nueva York, esté mejor.


viernes, 12 de agosto de 2016

Carapintadas

Benjamín Cuéllar

El 27 de abril 1991, la “rebeldía” salvadoreña ahora sepultada y el entonces militarizado Gobierno nacional, firmaron en México el cuarto documento producido durante sus negociaciones que culminaron hace casi cinco lustros. Se acerca el aniversario. Lo que está lejos, lamentablemente, es lo ofrecido por ese par de vetustos y vacuos actores en la melodramática polítiquería nacional de posguerra. Doce meses antes, se obligaron en Ginebra a dejar de combatir entre sí lo más pronto posible; además se comprometieron a democratizar el país, respetar los derechos humanos y (re)unificar la sociedad. Ese, dijo la ONU, era el “camino de la paz”.

Volviendo al Acuerdo de México, que propició una reforma constitucional sustantiva, cabe recordar que hubo un “pero” por parte de la entonces guerrilla y ahora Gobierno. Al final, en una “declaración unilateral”, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) cuestionó la redacción del artículo 211; no aceptaba que la Fuerza Armada apareciera como una “institución permanente”. Además, exigía una “desmilitarización” sin dar explicaciones; supondría que del país, pues la de la seguridad pública y de la futura Policía Nacional Civil ya estaban convenidas.

Con esos antecedentes, a poquito más de los ciento cincuenta días del veinticinco aniversario del Acuerdo de Chapultepec, cabe preguntar cómo están las cosas. ¿Bien? ¡Para nada! Un vistazo sobre algo que ha dado mucho de qué hablar recientemente, es suficiente para respaldar tal aseveración. 

En algunos medios apareció una noticia alarmante para un país que, sin sufrir los estragos de una guerra es considerado si no el más violento, uno de los más violentos del planeta. Habían desaparecido, se afirmó, más de mil quinientos pertrechos; no estaban, se esfumaron. Eso ocurría en una tierra por décadas anegada en sangre, sin que ningún Gobierno –ni este ni los anteriores‒ hayan hecho algo por “agarrar al toro por los cuernos”. Si el director de la Policía Nacional Civil ‒comisionado Howard Cotto‒ acaba de afirmar que el 83% de los homicidios y feminicidios se cometen con armas de fuego, no hay dónde perderse. Al menos, habría que comenzar por suspender la venta legal de estos artefactos mortíferos. Pero no. Son muy grandes, enormes, los intereses en juego.  

Hace unos meses, con cifras oficiales en mano, un periódico digital soltó unos datos que le pararían los pelos incluso a quienes no tenemos: del 2010 al 2015, el promedio anual de armas registradas fue once mil; es decir, treinta diarias. Según la misma fuente, del 2009 al 2014 –años de “esperanza”, “cambio” y “buen vivir”– la suma de dólares por su venta legal superó los nueve millones; en el 2014, poco faltó para alcanzar los dos millones.

Siendo en El Salvador “artículos de primera necesidad”, sea para una poco probable protección o para un bastante factible ataque, que se pierdan armas propiedad de la milicia es algo gravísimo. Frente a la noticia del descomunal extravío mencionado, en su defensa, el ya añejo ministro de la misma salió al paso con paso firme y voz de mando. Cobijado por ochenta y seis oficiales, leyó un comunicado desmintiéndola y descalificando a quienes la difundieron.

Dijo algo así como: “Esas armas las tenemos; hasta se las podemos mostrar”. Pero no las mostró. Aceptó haber perdido diecinueve, entre ametralladoras y fusiles; pero, agregó,  habían recuperado tres de cada tipo. Además, sostuvo que “los señores oficiales salen con su armamento y lo dejan en su vehículo y les abren los vehículos”. Por persignarse, terminó arañándose grueso. ¿Serán de esos oficiales los que están al mando de la abundante tropa que realiza, desde el 16 de julio de 1993 hasta la fecha, tareas de seguridad pública?

Acá por todos lados hay armas y en todos lados se pueden conseguir, dentro o fuera de los cuarteles. Acaba de regresarse, “triste” y “condolido”, a seguir fungiendo como embajador en Alemania el “pobre” general José Atilio Benítez Parada. “Pobre”, sí, porque vino al país a “limpiar su nombre ante la justicia” luego de que lo acusaran de traficar armas, aprovechándose de sus anteriores cargos: viceministro y ministro de la Defensa Nacional durante la presidencia de Mauricio Funes, quien también tiene registradas casi un centenar. Vino a eso y no lo dejaron dos partidos: el FMLN y la Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA), que votaron contra su antejuicio. 


 Todo eso ocurre en un país gravemente enfermo; un país con su siempre precaria salud cada vez más complicada por la exclusión y la desigualdad, agravadas con la inseguridad y la violencia. A quienes viven eternamente en aflicción por ese estado crítico, sus médicos les dicen: va mejorando. La sobredosis de militarización, lo está levantando; pronto caminará. Y alegan: de veintidós víctimas mortales diarias durante el primer trimestre del 2016, más del 80% con arma de fuego, hoy bajaron a once y media. Es como si a un paciente terminal le bajan la temperatura con trapos húmedos.

Para acabar de fregar, recién apareció desfilando por las calles capitalinas un puñado de “carapintadas”: el alto mando castrense, encabezado por su “líder”. El por ya siete años ministro, general David Munguía Payés, no me recordó al teniente coronel Aldo Rico cuando en 1987 ‒también con “carapintadas”‒ se alzó contra el presidente argentino Raúl Alfonsín; ese golpista real estaba furibundo por el juzgamiento de militares violadores de derechos humanos. Más bien me recordó a su antecesor, el general René Emilio Ponce, quien en marzo de 1993 apareció despotricando contra el informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador, arropado por casi nueve decenas de oficiales. Está la foto del recuerdo; eso sí, sin ningún “carapintada” rodeándolo.  




Esos “carapintadas” guanacos, ¿estarán pensando alejarse del cada vez más lejano “camino de la paz”?











Imágenes tomadas de internet. 





jueves, 4 de agosto de 2016

Al fondo, a la derecha...

Benjamín Cuéllar

El recién pasado lunes, primer día de agosto y primero en serio de las vacaciones de temporada, estuve en una agradable tertulia con amistades de verdad y con uno de los amores de mi vida. Entre estos últimos, no estuvieron presentes los tres restantes porque están fuera del país; el otro, mi madre, por razones lógicas no participó en la mentada reunión. Irremediablemente, la conversación arrancó con el tema del momento: la sentencia de inconstitucionalidad de la siniestra amnistía aprobada el 20 de marzo de 1993.

Este extraordinario fallo fue conocido mediante un comunicado oficial de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, emitido el miércoles 13 de julio y notificado posteriormente tanto a este servidor –José Benjamín Cuéllar Martínez– como al ciudadano Pedro Antonio Martínez González y a la ciudadana Ima Rocío Guirola, por ser sujetos procesales que asumimos los riesgos y firmamos el 20 de marzo de 2013 la demanda inicial, manteniéndonos vigentes como tales hasta el desenlace positivo del esfuerzo.

Regresando a la velada antes mencionada, frente a ese acontecimiento de trascendencia  mayúscula para el país y habiendo conocido ya la posición de la dirigencia del partido de Gobierno y de quien ingresó como inquilino principal a Casa Presidencial hace ya más de dos años, una de las personas asistentes me preguntó cuál era mi opinión al respecto. Lo hice con palabras duras, sí, pero ciertas. No faltó quien me pidiera fuese “políticamente correcto”, sugiriéndome resumir en una palabra mi juicio sobre la postura de eso que aún hay quien llama “izquierda”. “Pusilánimes”, me dijo a manera de ejemplo.

“¡No!”, arremetí indignado. “¿A cuenta de qué?”, rematé. Pusilánime es quien –según el diccionario– “muestra poco ánimo y falta de valor para emprender acciones, enfrentarse a peligros o dificultades o soportar desgracias”. Puede haber algo de eso, pero el término se  queda corto. Son, hay que decirlo con todas sus letras, simplemente traidores; es decir, quienes cometen traición. Y el significado de la palabra traición, siempre con el diccionario en la mano, es el siguiente: “Falta que comete una persona que no cumple su palabra o que no guarda la fidelidad debida”. 


 Lo anterior no hubiera trascendido más allá del lugar y el momento en que ocurrió, si el personaje ese que han instalado como secretario de comunicaciones del Ejecutivo, vocero gubernamental o merolico presidencial, no hubiese dicho lo que acaba de decir. “Durante muchos años –afirmó atrevido Eugenio Chicas– estuvimos esperando una resolución como esa; pero veinticinco años después, ¿qué utilidad práctica tiene eso realmente?”. Para este malogrado portavoz oficial, la inconstitucionalidad de la amnistía más aberrante de los tiempos modernos representa para el país “una enorme complicación”.

Quiere Chicas respuestas a su pregunta sobre la utilidad práctica de este excepcional suceso. Le va la primera: “La Ley de Amnistía viola el derecho de acceso a la justicia de ciertos casos que no se han querido ventilar aquí en el país… Mientras no se haga justicia, las estructuras que cometen graves violaciones a la sociedad van a seguir siendo impunes”. Fuente, lugar y año: Salvador Sánchez Cerén, hoy primer mandatario, en la Asamblea Legislativa en el 2007.

En otra sesión plenaria realizada antes, el 15 de abril del 2005, siendo oposición el FMLN también propuso derogarla. Ante el férreo rechazo del entonces granítico bloque de derechas, se escuchó otro argumento que confirma la utilidad práctica que entraña el haber mandado esa amnistía al basurero de la historia. “Les pedimos a los otros protagonistas del conflicto –se escuchó exigente al entonces diputado y ahora canciller, Hugo Martínez‒ que tengan la valentía, para que se sepa la verdad”.

Finalmente, su líder histórico sostuvo que la oposición de una fracción parlamentaria a dicha derogatoria era “para proteger a algunos de sus oficiales”, que entonces eran diputados. Eso aseveró Shafick Handal, agregando un interesante y sobre todo desafiante planteamiento: si ese bloque de derechas estaba convencido que únicamente la izquierda había cometido atrocidades, ¿por qué no desaparecían y sepultaban la amnistía, para juzgar a sus responsables? Shafick terminó exclamando: “¡Porqué quieren seguir mintiendo!”.

A esas palabras pronunciadas con coherencia y coraje por el finado Handal, no le están guardando la fidelidad debida quienes ven la derrota de la amnistía como una “complicación para el país”. Pero es ley de la vida: hasta en las mejores familias, así como hay personas encumbradamente grandes también las hay miserablemente chicas. 


Otra utilidad práctica que debe adicionarse es que con su actitud, de cara a este enorme e  histórico triunfo de las víctimas en su lucha contra la impunidad, la “izquierda” y la derecha partidistas han colocado otro clavo más en el ataúd de una polarización falsa y únicamente conveniente para quienes se han querido presentar ‒a lo largo de la posguerra‒ como acérrimos rivales. Sin embargo, a final de cuentas, en realidad han resultado ser patéticos iguales. Por ello, desde hace un buen rato, cuando me preguntan dónde está la izquierda salvadoreña no me queda más que responder: “Al fondo, a la derecha”.