sábado, 26 de marzo de 2016

Bajeros

Benjamín Cuéllar
24 de marzo de 2016

En el tumbaburros, así le dicen en México al diccionario, esta expresión aparece con ocho significados. El primero es simple y sencillo: bajo, que está en lugar inferior. Ni más ni menos. Y al buscar qué debe entenderse por bajo, se encuentran más de cincuenta acepciones. De esa amplia variedad, dos son las que como “traje a la medida” describen lo que ocurre en el país. Bajo significa algo ruin, mezquino; es lo vulgar, ordinario e innoble. Así de claro y contundente. De ahí su empleo pertinente para señalar con el “dedo acusador” a quienes antes, durante y después de la guerra han conducido el destino patrio. Pero aquellos grupos que tienen en sus manos las riendas de El Salvador desde hace casi cinco lustros, firmantes y anunciantes de una paz que nunca llega, son de lo más bajero que pueda usted imaginar. Y la imaginación, sobre todo en estos casos, no admite barreras. 

¿Excepciones? Algunas. ¿Decepciones? Rimeros. Sus voracidades e incapacidades, sus miserias y mediocridades, sus mañas e hipocresías son ilimitadas y hasta hoy inagotables. Lo han sido en lo político, en lo económico, en lo social, en lo mediático... En lo que sea, siempre y cuando les favorezca. Unos más, otros menos –no importa la cantidad– le han robado al pueblo la riqueza producida por su trabajo. Pero, peor aún, lo han despojado de toda esperanza que apunte al disfrute de algo a lo que –con todo el derecho del mundo– aspiró en algún momento ese pueblo: el bien común.

No el buen vivir que prometieron para este quinquenio ni el “cambio” que dijeron venía, “seguro”, a partir del 2009. Desde 1992 a la fecha, ninguno ha gobernado a favor de los más pobres entre los pobres; salvo escasísimos casos y sin meterse en negocios turbios, quienes nacen en esa condición mueren igual. Eso ha sido irremediable hasta el día de hoy. No se estableció una nueva forma de hacer política y las mujeres que no iban a estar solas, siguieron así en un sistema patriarcal tan solo maquillado. Veinticinco años después, por la exclusión, El Salvador es averno para sus mayorías; por la gran corrupción, es paraíso de  minorías.

Cualquiera que observe esa patética realidad sin los lentes de uno u otro partido ni de los medios que ese par poseen para tergiversar todo a conveniencia, tendría razón al decir que ya tocó fondo eso que llaman “clase política”. Razones habrían y muchas porque de “clase” –entendida como casta, categoría, grandeza, dignidad– no tiene nada la politiquería vernácula. Un día dicen una cosa, al siguiente otra y después niegan haber dicho ambas. El Diario Colatino –el Colatino, no los rotativos considerados voceros de ARENA– reportó que el recién pasado 7 de marzo, en conferencia de prensa al más alto nivel, se anunció la captura de más de ochenta delincuentes vinculados a la masacre ocurrida en San Juan Opico, perpetrada cuatro días antes. El miércoles 9, el Ministerio Público desmintió el anuncio presidencial lucido a manera de éxito: de ese grupo, ninguna de las personas detenidas tenía que ver con la matanza.

La oposición que tiene el profesor Salvador Sánchez Cerén, tampoco “canta mal las rancheras”. Desde lo más alto de una montaña de arena cada vez más degradada, notables integrantes del partido contrario a su vacilante y timorato Gobierno exigieron combatir la corrupción y la impunidad. “El daño del flagelo de la corrupción y los altos niveles de impunidad están afectando a nuestro país y a la democracia”, declaró perspicaz el diputado David Reyes cuando una comitiva de su partido demandó a la Asamblea Legislativa, pronunciarse por la creación de una Comisión internacional contra la impunidad en El Salvador. “Con este tipo de instancias internacionales independientes se puede solucionar muchos de los problemas y ayudar a recuperar la confianza en las instituciones”, remató iluminado.

¿Qué “peros” le ponen, entonces, a la justicia universal ejercida desde la Audiencia Nacional de España en el caso de la masacre en la UCA? ¿No permanecen protegidos por la impunidad sus autores, debido a la corrupta actuación de todos los órganos estatales salvadoreños y del Ministerio Público? Si ARENA no confía en las instituciones y pide una entidad internacional para superar semejantes flagelos –corrupción e impunidad– hay más voces coincidentes. Las de las víctimas de las atrocidades ocurridas antes y durante la guerra, por ejemplo. La persecución penal de los responsables del enorme daño que les causaron, no prescribe ni cuando en El Salvador se hayan hecho “pantomimas procesales” como en el caso mencionado. Entonces, puede y debe intervenir la justicia universal. Pero ahí no se vale porque las órdenes internacionales libradas para capturar a unos cuantos militares retirados, lesionan la soberanía de El Salvador y menosprecian “nuestro ordenamiento jurídico y nuestro Órgano Judicial”. Eso ha dicho ARENA en comunicado oficial.

Además de lo anterior, está la espectacular producción fílmica “marera” –“Maras films”– que ha reventado las redes sociales y otros medios más. Ya salieron a la luz los primeros capítulos de la serie “El porno rock de la cárcel” –sin Elvis– que junto a “Dame tu voto y mañana seré tuyo”, han tenido un éxito rotundo y arrollador. Seguro vendrán más, a medida que se acerquen las elecciones. Habiendo tanto “patrón del mal” y tantos “sapos” en El Salvador, seguro vendrán. Por su parte, las industrias mexicanas y colombianas de este tipo de historias truculentas, con semejante competencia desleal ya deberán estar preocupadas y hasta temblando.

Mientras tanto político bajero siga manipulando el rumbo del país, con el pie izquierdo metiéndole zancadilla al derecho y viceversa, no hay duda de que el pobre va directo al matadero. ¡No! Al matadero de la historia deben ir esos arquetipos de indecencia, incoherencia y doble moral. Recreada y renovada, precisamente de las páginas de la historia nacional hay que sacar aquella consigna que –en la calle y sin permiso– gritaban algunos de esos cuando jóvenes: “Electoreros bajeros, ¡al basurero!”. Las elecciones, parte sustancial pero no única de una democracia real e integral, merecen dejar de estar infectadas por esas especies. Hay que asearlas y hacer que valga la pena acudir a las urnas. Si no, ya se conoce el camino que se está recorriendo y ya se sabe el destino al que de nuevo nos están exponiendo.

martes, 15 de marzo de 2016

El Salvador en tiempos de cólera

Benjamín Cuéllar 
10 de marzo de 2016

No tiene nada que ver con el insigne Gabriel García Márquez y su igualmente brillante obra: “El amor en tiempos del cólera”, que es una novela sobre el trajinar de Florentino Ariza en su apasionada y perpetua conquista de Fermina Daza. No. Se trata, más bien, de cuestiones claves de la realidad nacional que ya pasaron de ser irritantes a volverse del todo aberrantes. La primera: lo que ocurre a montones entre los sectores que subsisten en condiciones de mayor vulnerabilidad. Ahí sí es cada vez más dolorosamente vigente el “Poema de amor” del eterno Roque; ahí están, no importa la edad, las personas más tristes entre las tristes del mundo. Sobreviven resistiendo como sea, hasta que la violencia las alcanza o hasta que deciden lanzarse a la desesperada odisea para huir de sus garras. 



La segunda: el daño que causa la torpeza de quienes “desgobiernan” el país desde los tres órganos estatales y otras entidades oficiales. Por último está la miopía de quienes deambulan por ahí siendo parte de los “grandes” poderes en lo económico, mediático y partidista, presumiendo su “viveza” y disfrutando pisotear derechos con su egoísta y perversa bajeza. A estas alturas, en la “cancha número tres” –la de la voracidad electorera– los dos rivales “aetérnum” juegan taimados el partido de siempre: tramposo, sin reglas o violando las pocas que existen, sin árbitros confiables, pegando y puyando por la espalda, acompañados desde la banca por sus amañadas “reservas” azules, naranjas y verdes.

¡Da cólera! En serio. Y es mayor cuando no pasa nada. No hay rebeldía ni rebelión de la buena. No hay, pese a que la cantidad de gente desencantada y desesperanzada, burlada y encachimbada –palabra guanaca aceptada por la Real Academia y acertada dentro de la situación actual– supera a las “masas” atrapadas por el clientelismo barato, la retórica retorcida y otras argucias infames de las dirigencias “efemelenistas” y “areneras”. Pero no pasa nada. Nadie le mueve, a quienes se ufanan de sus rufianadas, el tapete en el que cómodamente se reparten el “pastel” del poder político. Porque aunque aparenten no estar de acuerdo, en esencia lo están pues tras el fin de su guerra solo cambiaron formas y no fondos. 

De entre todos los males que le carcomen más y más su cotidianeidad a las mayorías populares, el primer sitio lo ocupa la violencia bestial que llena de luto y dolor a tantas familias. No para la carnicería diaria mediante ejecuciones individuales o masacres inadmisibles; las desapariciones y la emigración forzadas, están a la orden del día. A todo ello, agréguese la infaltable y recurrente “renta” o extorsión cuyo pago ya es calificado –allá entre los “dioses del Olimpo” oficial– como “financiamiento”  de la criminalidad.

Hay otros males, pero la violencia ocupa el más deshonroso primer sitial. Junto a la inseguridad, tienen y mantienen aterrada a la población que –además– es acosada por la falta de oportunidades. ¿Y qué hacen los politicastros dirigentes de uno y otro bando? Atacarse mutuamente y descalificarse estúpidamente. Uno dice que el Gobierno y su partido están proponiendo el estado de excepción, no para combatir la delincuencia sino para “callar a los medios de comunicación” que los cuestionan y con los que han sido intolerantes. El otro afirma que la gremial más grande de la empresa privada traerá de nuevo al exalcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani,  no para asesorar en materia de seguridad sino para montar un “show”.

Así pasan siempre mientras la gente pasa –siempre también– mal, muy mal en un infierno con más círculos que el de Dante. No son nueve; son catorce: uno en cada departamento. Eso se confirma al leer el listado del medio centenar de municipios que, en teoría, se priorizaron para ejecutar el Plan “El Salvador seguro”: hay de todos los departamentos. Más que hablar de “estado de excepción”, entonces, mejor gritar: ¡Qué decepción de Estado!”

Porque los primeros diez municipios a intervenir en el 2015, según esa dichosa propuesta surgida de las entrañas del voluminoso Consejo Nacional de Seguridad y Convivencia Ciudadana, son los mismos diez municipios donde recién se dijo decretarían la suspensión de garantías constitucionales dizque para acabar con la delincuencia. ¿Qué pasó entonces con “El Salvador seguro”? ¿De qué ha servido? Así, pues, este país no necesita la “gordura” de ese ente sino la cordura, la inteligencia y la participación activa de su más buena gente.

Un día después de una de tantas masacres recurrentes –la de once humildes trabajadores en San Juan Opico, departamento de La libertad, ocurrida el jueves 3 de marzo del año en curso– esa gente buena estaba indignada. Y esa indignación creció más y de golpe cuando quien prometió liderar la batalla por la seguridad ciudadana, Salvador Sánchez Cerén, agarró el avión y con su séquito oficial se fue del país parodiando al grupo juvenil santaneco de antaño. Como “Los Chirstians” iban cantando: “Yo ya me voy para Caracas…”  



Ciertamente, es más la gente buena en este país. Es más la que no está ni con uno ni con otro de ese par de prehistóricos aparatos partidistas; es más la que siente bien adentro el dolor de patria; es más la solidaria y atenta con las demás personas; es más la que se indigna ante el mal... Sin embargo, aun siendo más, esa gente buena sobrevive aguantando y aguantando precariedades y angustias sin que –hasta el momento– pase algo que le complique la existencia a quienes se han dedicado a arruinarle la suya.

Es tanta la gente buena e indignada, pues, que también da cólera que no se haga nada. Frente a esos poderes calamitosos, más parece que solo le queda encomendarse al “gran poder de Dios”. Y eso es peligroso, muy peligroso, porque “a Dios rogando y con el mazo dando”.







lunes, 7 de marzo de 2016

¿Agorero? Para nada

Benjamín Cuéllar
febrero 2016

La polarización política daña profundamente al país. Hasta ahora, sin salida visible en el horizonte, este permanece atrapado entre las garras de dos bandos electoreros que –de forma descarada e impune– solo piensan en sus intereses y actúan para imponerse uno sobre el otro, a cómo dé lugar. Se vale todo y qué. Eso no es nuevo. Ya pasaron así, oficialmente, casi treinta y seis años. Lo hicieron en las trincheras y, tras el fin de las hostilidades, lo continuaron y continúan haciendo en las urnas. Por eso, el pasado sigue siendo presente y con altas posibilidades de arruinar del todo el futuro. Culpa de ese eterno “choque de trenes” desfasados. Cambiaron las balas por los votos, los ideales por los negocios, las masas por los dólares. Traicionaron su palabra empeñada en los acuerdos de paz, desde Ginebra hasta Chapultepec. 


En Ginebra se comprometieron a terminar la guerra para iniciar el tránsito a la paz y lo cumplieron casi impecablemente. Ese era el primer gran objetivo de un proceso de pacificación que tan solo alcanzó para eso: el fin de los combates armados entre sí. Nada más, pues otros dos componentes del mismo –impulsar la democratización del país y garantizar el irrestricto respeto de los derechos humanos– terminaron siendo “letra muerta”. Dicen que cumplieron, pero no. Nadie en su sano juicio les cree, cuando se vive donde asusta la falta de oportunidades para un digno desarrollo humano y espanta la violencia. Nos dieron paja; paja de la más barata. Cambiaron mucho la forma, para no cambiar nada de fondo. El bien común y la paz siguen siendo quimeras; “cantos de sirena” desafinados.

¿Por qué? Pues porque para una transformación estructural, era preciso concretar el último de los propósitos de la “hoja de ruta” hacia la paz. A final de cuentas, la reunificación de la sociedad acabó siendo otra ficción más. Esta aspiración, más bien debió ser formulada como “unificación” sin el prefijo “re”, pues nunca ha habido unidad más que para la guerra con Honduras o en torno a la “selecta” –la así llamada pobre selección de fútbol mayor– hasta antes de los “amaños”. La real y duradera unidad nacional, al menos para enfrentar el perenne desangramiento entre las mayorías populares, era la clave para no terminar cayendo en las “tres guerras” actuales que se libran en casi todo el país: entre maras, contra las maras y de las maras contra la población. Tres guerras que tienen algo o mucho de “sucias”, usted dirá; quizás hasta de “cochinas”.

Eso pasa porque tanto una como la otra pandilla –las electoreras– se dedicaron y dedican en la práctica, de forma constante y sin reparo alguno, a dividir la sociedad casi al mejor estilo “bushiano”: entre quienes “están conmigo”, quienes “están contra mí” y quienes no están ni con una ni con la otra. Este último segmento de la población es mayoritario, pero está adormilado o del todo dormido, atormentado por una prolongada y dantesca pesadilla llamada “realidad”. 

Y, convertidos en maquinarias politiqueras, aprovechadas y marrulleras, esas dos pandillas también faltaron a su palabra empeñada en Chapultepec. No solo una, sino bastantes veces. Pero la más infame deshonra a sus compromisos tiene que ver con la superación de la impunidad. Pactaron eso y quedó escrito en el numeral 5, capítulo 1 del mencionado Acuerdo. Sin embargo, la impunidad más bien se fortaleció y se favoreció el incremento de la violencia al amarrar de pies y manos a la justicia. 

Lo hicieron con el decreto de la amnistía más amplia, incondicional y absoluta posible; por tanto, de las más cuestionadas o tal vez la más cuestionada en el mundo moderno. Pero esa es ya una mala costumbre nacional, pues los dueños de esta finca llamada El Salvador siempre han echado mano de tan funesto recurso; lo han hecho para salir bien librados, después de haber mandado a sus mandadores a cometer cualquier tipo de atrocidades y producir innumerables víctimas. Hubo antes otras amnistías en la historia nacional; perdón, demasiadas. Pero la del 20 de marzo de 1993 es la más infame, por ser violatoria de todos los estándares internacionales de derechos humanos y propiciadora de la impunidad. Ese pasado ominoso de barbarie se debió encarar y resolver de otra manera, con mecanismos propios de la justicia transicional entre los cuales están los de la restaurativa.

Hoy por hoy, pues, El Salvador es una mesa de cuatro patas: el hambre, la sangre, la corrupción y la impunidad. Hay que machacar eso, porque nunca mandarán a reparar o las cambiarán quienes en esa mueble se dan “la gran comilona”. En todo caso, lo que probablemente pueda suceder es que se rompan esos endebles soportes y se desplome a pedazos el país, como ya  ocurrió en el pasado reciente y en el otro un poco más lejano. Y puede ser que ese posible desplome sea más estrepitoso y violento que los de antaño.

No queda de otra, entonces. Hay que ponerle freno a esa nefasta polarización partidista más que política, porque ninguno de los dos “dinosaurios” enfrentados tiene un verdadero proyecto político que ofrecer al país. Ninguno ha hecho ni quiere hacer algo para evitar otro descalabro: dejar de impedirle al pueblo que irrumpa en el escenario y asuma un real protagonismo.



Ese pueblo está lleno de víctimas. Las hay a montones. Las engendraron antes de la guerra y durante la guerra. Lo peor es que siguieron surgiendo en la posguerra y siguen habiendo en el marco de las tres guerras actuales, tanto por la muerte lenta como por la muerte violenta. Todas deberían despertar y hacerle la vida imposible a ese par de monstruos que se creen, hasta hoy, intocables e inamovibles. Si se lograra que todas las víctimas existentes salieran a las calles y reclamaran el respeto de sus derechos a todo nivel, seguro se juntarían más personas en pie de lucha que en Guatemala y Honduras.


Por eso la pregunta: ¿Agorero? Para nada. La raíz etimológica del término no es la de “ave de mal agüero”. Viene del latín “augurium” y significa “augurio, predicción, acto de consulta a los dioses sobre lo favorable de algo a emprender”. Hay que augurarle, entonces, algo bueno a El Salvador: el despertar de su pueblo victimizado. Porque nunca habrá un Estado garante de los derechos humanos, mientras su sociedad realmente no sea demandante de su respeto. Hay que pasar, pues, de la indignación a la acción.