lunes, 29 de febrero de 2016

¿Atando o matando cabos?

Benjamín Cuéllar
25 de febrero de 2016

Ser policía “de a pie” en El Salvador es un perenne acto de valentía digno de ser reconocido con creces, y de ser agradecido aún más. No solo cuando se desempeña con pleno respeto de la legalidad y los derechos humanos, confirmando a diario su vocación y su entrega en aras de garantizar la seguridad ciudadana; también cuando la persona que porta el uniforme demuestra su arrojo y arriesga su vida, o la pierde, cumpliendo su deber al enfrentarse con estructuras organizadas, armadas y –por no tener control ni freno– desatadas. En el infernal escenario en el cual se mueven sus agentes, fueron sesenta y dos las víctimas de la Policía Nacional Civil que murieron violentamente el año pasado; las de este ya sumaban cinco, hasta el 22 de febrero. 



A esa realidad delincuencial que colma de violencia e inseguridad la cotidianeidad del país, hay que agregarle otro factor que igualmente afecta a la corporación policial en sus estratos inferiores: las condiciones en las cuales desarrollan su labor. No hay que abundar en eso, solo hay que mencionar algunas: salarios de hambre, infraestructura precaria dizque para “descansar”, flota vehicular que da pena y lástima aunque recién hayan publicitado nuevas unidades donadas, promesas de mejorías sin cumplir –como el famoso “bono”– y tantas penurias más que refuerzan lo antes dicho: quienes aguantan todo eso y no obstante trabajan bien, son un monumento de carne y hueso al heroísmo. Si no se les dignifica en la institución policial como personas y profesionales, al menos deberían erigirles una estatua alta; tan alta como el tamaño de su sacrificio.

¿Hay quienes dejan mucho, muchísimo que desear por su falta de moral y su cuestionable actuar dentro de la Policía Nacional Civil? ¡Claro que hay! De esa calaña hay, tanto arriba como abajo. Pero desde afuera, lo que se observa es que la limpieza no la hacen bien: en lugar de hacerla de arriba hacia abajo la hacen al revés. Eso se ha visto, en estos días, con algunas detenciones bastante publicitadas. ¡Qué bien! Pero cuando el aseo se hace así y solo así, la basura le cae en su cara a quien comienza a barrer; entonces mejor se opta por guardar la escoba tras la puerta, para sacarla hasta que la cochinada vuelve a ser insufrible.

Así como vamos, ¿nos vamos a quedar sin policías decentes? Entre quienes mueren a manos de la delincuencia organizada, quienes capturan por “rentear” –léase, extorsionar–  gente indefensa, quienes son sometidos a investigaciones y sufren amenazas por defender sus derechos, quienes se van del país por la inseguridad, quienes se enredan en las redes criminales de “primera división”… ¿Nos vamos a quedar sin policías decentes? 



El problema es cardinal. En buena medida, con ese permanente vaciado se está echando al traste una inversión millonaria de años al perder –por las causas enlistadas y otras más– personal policial capacitado y con experiencia, debido a la falta de una política pública en materia de seguridad ciudadana y combate a la delincuencia; una verdadera política criminal que trascienda gobiernos de cualquier signo y sea pensada, diseñada y ejecutada en función del país, no del partido.

Hoy se habla de un gran proyecto de vivienda para las y los integrantes de la corporación responsable, por Constitución y por ley, de garantizar la seguridad de la población. La idea esencial es que esas personas, esos seres humanos que ahora habitan los mismos ámbitos donde deben desplegarse para cumplir su noble misión de enfrentar estructuras criminales, vivan en lugares seguros. Por eso, en su momento se cuestionó en público y en privado la oferta de un “bono” que –hay que decirlo– a la fecha reclaman quienes aún no lo reciben. Otra cosa es la legalidad o ilegalidad de sus acciones. Pero no siempre lo legal es sinónimo de justo. ¿O no? 



Cuando hace meses se anunció el mentado “bono”, hubo chance de comentarlo en el desarrollo de un curso en la Academia Nacional de Seguridad Pública. Ahí fue es donde fue criticado abiertamente por ser un paliativo y no una solución consistente, de fondo, para la situación de inseguridad en que se encuentran las y los policías en sus vecindarios. Y desde ese entonces se propuso lo que ahora ofrecen desde el Gobierno: la creación de “Ciudad Policía”.

Misael Navas cuidaba el domicilio de la hija del mandatario salvadoreño. Con su cobarde asesinato ocurrido hace unos días, la muerte ya casi toca el timbre de la entrada principal al entorno familiar de Salvador Sánchez Cerén mientras este –en Casa Presidencial– preparaba papeles y maletas en su residencia particular para viajar a la capital imperial. A estas alturas ya fue a estirar la mano allá en Washington, D. C., junto a sus colegas del “triángulo norte” centroamericano, buscando los dólares con los cuales pueda seguir prometiéndole al país la “prosperidad” del “buen vivir”.

Misael Navas era subsargento de la Fuerza Armada de El Salvador, cuyos integrantes más humildes también mueren en medio del diario “mal vivir” mayoritario sin que –a la fecha– exista una guerra declarada en el territorio nacional. En el 2015 fueron más de veinte militares asesinados y la cuenta sigue en el 2016. El subsargento Navas bien pudo haber sido sargento, cabo o agente “de a pie” del mismo ejército o de la Policía Nacional Civil. El caso es que las víctimas uniformadas dentro de la caótica situación nacional, son solo del nivel básico policial y militar. Nadie más. Ni los comisionados ni los generales mueren en el fragor de las batallas de posguerra.


Eso está pasando desde hace mucho. Y mientras las altas autoridades de seguridad pública –altas por el cargo, nomás– se quiebran la cabeza atando cabos para encontrarle la “cuadratura al círculo” del más grave problema nacional –la combinación de la violencia intolerable y la inseguridad hasta hoy insuperable– en el nivel básico de la corporación policial y de la milicia desde hace rato y a cada rato, siguen y siguen “matando cabos”. ¿Hasta cuándo habrá que seguir así?


martes, 23 de febrero de 2016

Que el pueblo haga sentir su voz

Benjamín Cuéllar
18 de febrero de 2016

¿Se ha puesto a pensar por qué subsiste usted en condiciones nada propicias para su digno desarrollo? ¿Por qué tantas y tantas personas en los municipios contiguos a la capital, tienen que ideárselas para protestar por el “mal vivir” de su día a día? ¿Por qué tienen que tomarse las principales vías públicas e interrumpir el tránsito vehicular para hacerse notar, con todo, y denunciar sus calvarios cotidianos derivados del abandono en que las mantiene el Estado? ¿Por qué tiene que surgir la niña Lilian quejándose con florido vocabulario desde cierta vecindad de Apopa, una de esas numerosas y sufridas comarcas del “gran San Salvador”?

Son varias las causas que generan angustia, desesperación y cólera permanentes entre quienes habitan en lo profundo y sufrido del país, donde la inseguridad y la violencia junto a la falta de oportunidades y la escasez de servicios básicos o su nulidad plena, escoltan a sus lugareños. Entre dichas causas está, ocupando un sitio especial, la corrupción. ¿Por qué? Porque, de diversas maneras, vulnera la dignidad de la gente produciendo víctimas. Ese es el quid del informe denominado “La corrupción y los derechos humanos: Estableciendo el vínculo”. Este es un esfuerzo multidisciplinar impulsado por el Consejo Internacional de Políticas de Derechos Humanos, fundación sin fines de lucro registrada en Suiza. 



Hay gran corrupción: la que se da entre jefes de Estado, ministros y altos funcio­narios a lo bestia. Para ilustrarla, no cae mal un poco del ingenio popular; de la ocurrencia que derrocha la niña Lilian, por ejemplo, para no hacer el asunto más dramático de lo que es. Un imberbe político guanaco viajó a México, “pollo” aún, donde se amistó con un colega de allá al que le preguntó cómo tenía ese lujoso piso. El camarada lo llevó a la ventana y preguntó: “¿Miras aquel puente enorme?”. “Sí”. “50%” dijo, aludiendo a la “mordida” recibida. Años después, siendo ya ministro el antes “aprendiz de brujo”, recibió en su mansión al mexicano. Partiendo de su helipuerto, sobrevolaron San Salvador y el visitante lo interrogó: “¿Cómo hiciste para tener tanto, manito?” “¿Vés aquel bulevar, aquel estadio y aquella fábrica”?, dijo el nacional “No, no veo nada”, respondió. “100%”, contestó el “hombre del presidente”.

También está la corrupción menor, la “baja”, la “calle”… Esa que pulula en hospitales y escuelas, la que se anida en las oficinas gubernamentales, que se pasea entre los carros y sobre las calles, que atiende a los usuarios debajo de la mesa dentro de las oficinas donde cobran tasas municipales e impuestos. Esta es más “humilde” en lo que toca a sumas de dinero movidas en sus ciclos y está asentada en círculos más pequeños. Pero no deja de ser corrupción. En ambos casos, las expresiones de esta calamidad moderna van desde la política, pasando por la administrativa y corporativa, hasta llegar a la institucionalizada.

El artículo 15 de la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción, pide que los Estados adopten medidas legislativas y de otra índole para tipificar como delito cuando intencionalmente se prometa, ofrezca o conceda a un funcionario público, directa o indirectamente, “un beneficio indebido que redunde en su propio provecho o en el de otra persona o entidad con el fin de que dicho funcionario actúe o se abstenga de actuar en el cumplimiento de sus funciones oficiales”; también pide hacerlo cuando un funcionario público acepte, directa o indirectamente, este tipo de “beneficios”.

Luego se enumeran y describen actos corruptos: soborno, malversación o peculado, tráfico de influencias, abuso de funciones, enriquecimiento ilícito, soborno en el sector privado, malversación o peculado de bienes en el sector privado, malversación o peculado de bienes en el sector privado, blanqueo del producto del delito, encubrimiento y obstrucción de la justicia. Algunas de las anteriores u otras conductas criminales, las contempla el Código Penal salvadoreño. Teórica y normativamente, el país “está en la jugada” desde hace rato. Dicha Convención del 31 de octubre del 2003, se firmó acá el 10 de diciembre del 2003 y se ratificó el 1 de junio del 2004. Cosas de la vida y vueltas que da la misma: el primero de esos actos se dio durante el mandato de Francisco Flores; el segundo, en el de Antonio Saca. 


Hay violación directa de dere­chos humanos, cuando un acto corrupto se ejerce adrede para tal fin. Ejemplo: comprar un juez que deja de lado la independencia y la imparcialidad, para favorecer al corruptor y violar el derecho a un juicio justo de una parte. Otro: cuando, para recibir atención, se debe sobornar a un médico de un hospital público. Así se viola el derecho a la salud. Si hubo dinero de por medio para funcionarios en el caso del Sitio del Niño –municipio de Opico, departamento de La Libertad– cuando en el país se contaminó con plomo dicha zona, hubo también violaciones de los derechos a la vida y a la salud. Y hay formas indirectas, como cuando autoridades corruptas impiden la denuncia de hechos de corrupción mediante acoso, amenazas y prisión; incluso, hasta con la muerte.

Considerando lo anterior, hoy el alboroto entre tantos embaucadores nacionales no es poco debido a la larga lista de personajes “bajo la lupa”. La Sección de Probidad, antes quiso hacer su trabajo. Mientras unos aplaudían, otros no la querían. Y le cortó las alas una corrupta Corte Suprema de Justicia. Pero le crecieron de nuevo y volvió a volar alto, para investigar presuntos delincuentes en el circo de la politiquería local. Por eso, empezaron a aplaudirle quienes antes no la querían y a no quererla quienes antes le aplaudían. Pero con las altas recientes en la lista de “investigados”, ahora la “tembladera” es pareja.



Solo falta algo esencial en este esfuerzo que apenas empieza. Para que no termine mal, recordando a Ellacuría, falta que “el pueblo haga sentir su voz”. Y que lo haga también de forma pareja. Sin distinguir si el corrupto le robó con la mano izquierda o con la derecha; tampoco fijándose cuál se llevó más y cuál menos. No se vale nada más que exigir cumplir la ley, sin excusas. Que pase lo que dijo un juez a un corrupto que tenía sentando en el banquillo de los acusados. “Verá, Señoría –dijo el malandrín– es que soy diputado y... Entonces el juez, molesto, le gritó: “¡La ignorancia no es una excusa!”.



martes, 9 de febrero de 2016

“Tanto va el cántaro al agua…”, dicen

Benjamín Cuéllar 
09 de febrero de 2016 

En la coyuntura actual, se puso a cero el reloj nacional. Tanto su horaria como su minutero y su segundero estuvieron a punto, listas para comenzar a trocar la historia; para comenzar a corregirle el rumbo al país. Para pasar, pues, de la oscura impunidad a la brillante justicia. Sin embargo, como malacostumbran, el par de cerriles actores políticos de posguerra que le han dado cuerda desde hace casi cinco lustros, siguen y seguirán enfrascados en impedir que avancen esas agujas; necios, quieren imponer cada cual su hora. Nada más que su hora. “Todas las cosas tienen su tiempo”, reza el Eclesiastés. El actual, bien podría y debería ser de cambio sabiendo que “el tiempo perdido, hasta los santos lo lloran”. Hoy, pues, se corre el riesgo de dilapidar –una vez más– otra oportunidad para El Salvador; de desperdiciar un nuevo chance para sacarlo del hoyo profundo en que se encuentra, dolido y jodido.

Lamentable pero cierto, hoy por hoy el territorio nacional es una mesa cuyas patas son el hambre, la sangre, la corrupción y la impunidad. Ahí comen bien, muy bien, y están seguras, muy seguras, las minorías privilegiadas: económicas, políticas, mediáticas, militares y demás. Ahí han estado en sus señoríos, aprovechándose de su viveza y picardía; también del “no se aflijan” institucional, del “podemos hacer lo que sea y qué”. Y así seguirán, según parece. Con las “alertas rojas” en el caso de la masacre de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), se está ante la posibilidad de darle vuelta a la historia. Pero, como van las cosas, no se aprovechará.

La captura de cuatro militares es, sin duda, un triunfo de las víctimas. De todas las víctimas. “A Dios rogando y con el mazo dando”, se dice. Pero también del trabajo de las organizaciones que iniciaron la querella en el ámbito de la justicia universal allá en España, el 13 de noviembre del 2008, y del apoyo brindado por el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (IDHUCA) desde antes de su presentación. Pero son solo cuatro los detenidos, de un total de diecisiete perseguidos. Trece “se hicieron humo”. ¿Por qué? Si “el que nada debe, nada teme”.

Tomás Zárpate Castillo, alias “Sansón”; sargento del Batallón de Reacción Inmediata (BIRI) “Atlacatl”. Procesado a partir de 1990 y declarado inocente en 1991, pese a haberse hecho cargo de su participación en los hechos. Confesó que “les disparó a las dos mujeres que les estaba dando seguridad [Julia Elba y Celina Ramos], no recordando qué cantidad de disparos hizo, pero que sí fue tiro a tiro”. Antonio Ramiro Ávalos Vargas es el otro; alias “Sapo” o “Satanás”, como quieran. También sargento del “Atlacatl”. Igual que su colega anterior, aceptó su actuación criminal. Enfrente, “boca abajo”, estaban tendidos cinco jesuitas en el jardín de su residencia. En voz baja le dijo al soldado Óscar Mariano Amaya Grimaldi, alias “Pilijay”: “Procedamos”. Acto seguido, dispararon a las cabezas y cuerpos de las víctimas; “Pilijay” a tres, con un fusil soviético Ak-47, y “Satanás” a dos.

El tercer detenido hace unos días: Ángel Pérez Vásquez, alias “Saguamura”, cabo del mismo BIRI. Este reveló que un “señor alto”, tras haber observado los cinco cadáveres en el jardín, se regresó al interior de la residencia. Unos militares lo llamaron; no hizo caso y, cuando iba a entrar a una de las habitaciones, le dispararon. Luego, Pérez Vásquez entró a registrar dicha habitación. Agonizando, la víctima “lo agarró de los pies, a lo que él retrocedió y le disparó”.

Finalmente, entre las capturas está la del coronel Guillermo Alfredo Benavides Moreno. El único “pez gordo”. Bueno, ni tanto por dos razones. Era miembro de la “tandona”, como fue conocida la promoción de subtenientes que egresó en 1966 de la Escuela Militar “Capitán general Gerardo Barrios”; entre ellos se encontraba René Emilio Ponce y cuatro oficiales más acusados como autores mediatos de la masacre en la universidad jesuita. Pero Benavides no era de los “guerreros”; hay quien lo calificó como “ajeno a eso de la guerra”. Un “botas virgas”, como les decían a los oficiales sin mayor experiencia operativa.

Además, Benavides Moreno no debe considerarse entre los “gruesos” pues más bien fue y sigue siendo –con su reciente arresto– el “chivo expiatorio” por excelencia en la conspiración para garantizar el  encubrimiento y la impunidad a los “grandes” de verdad. No le aparece un “alias”, pero ese sería el más indicado. Lo fue cuando lo condenaron en 1991 por el asesinato de Ignacio Ellacuría y siete personas más, pese a que solo había sido el “mensajero”; el simple transmisor de la orden proveniente del Estado Mayor de la Fuerza Armada de El Salvador y nada más. Tampoco era jefe ordinario de la tropa a la que le comunicó la orden de matar salida del Estado Mayor castrense. Desde su condena en septiembre de 1991 hasta su  amnistía en marzo de 1993, “enmudeció” seguro de que saldría “con bien”, cuando también se amnistiaran a sí mismos los cobardes; los otros cobardes. Este sí sabe que “calladito se ve más bonito”.

Vale la pena, acá, parafrasear al quizás mejor jurista y magistrado costarricense: el entrañable, ya  fallecido, Rodolfo Piza Escalante. La amnistía es una gracia que se otorga a los valientes; a los que, cuando hacen la guerra, se ciñen a los cánones establecidos por el Derecho internacional humanitario y del Derecho militar. Estas son las “leyes de la guerra”. Quienes mandan a matar población civil no combatiente –como en el caso de las masacres en El Mozote, la UCA y tantas otras– son cobardes y nada más. Para estos, no hay amnistía que valga. 



Pero hay quienes los defienden. Más con el hígado que con argumentos bien sustentados, pero los defienden con formulaciones ya conocidas y bastante gastadas. ¡Reabrir heridas! ¡Cortina de humo! ¡Mayor polarización! ¡Caja de Pandora! ¡Cacería de brujas! ¡Persecución política!... Los tres partidos de derecha que gobernaron desde 1962 hasta el 2009, cuando ganó las elecciones el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), se pronunciaron de igual forma y agregaron que se está atentando “contra la letra y [sic] espíritu de los acuerdos de paz firmados en 1992”.

¿Por qué sostienen eso? En el de Chapultepec quedó el compromiso de superar la impunidad. Para ello, las partes decidieron remitir “la consideración y resolución de este punto a la Comisión de la Verdad”, a partir de un principio: “que hechos de esa naturaleza, independientemente del sector al que pertenecieren sus autores deben ser objeto de la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia, a fin de que se aplique a quienes resulten responsables las sanciones contempladas por la ley”. Ciertamente, “no hay cosa más difícil que conocer a un necio si es callado”. Suerte, pues, que estos hablan.

A las citadas necedades, se han sumado otras entre las cuales destacan dos por primarias y patéticas: que lo ocurrido en la UCA el 16 de noviembre son “simples homicidios” y no crímenes contra la humanidad; y que las órdenes de captura internacionales, consumadas o no, son “ajusticiamientos civiles”. “¡No me defienda, compadre!”. Par de absurdos, entendibles tan solo por venir de quienes vienen. Los voceros más visibles de los imputados: el abogado Lisandro Quintanilla y el general Mauricio Vargas.

Asimismo, los “prófugos” ya se pronunciaron advirtiendo que “tomarán medidas”. A eso le llaman querer “asustar con el petate del muerto”. En la vecina Guatemala, parte del “triángulo norte” centroamericano junto con Honduras y El Salvador, se han sentado y se siguen sentando en el “banquillo de los acusados” tanto soldados desconocidos como conocidos generales, llámense Lucas García, Ríos Montt y Pérez Molina, además de otros oficiales de menor graduación.  



La chapina “Fundación contra el terrorismo” lanzó y mantiene, en respuesta, una campaña de denuncias en los medios y en los tribunales contra la anterior Fiscal General y la actual: Claudia Paz y Thelma Aldana, respectivamente. En la colada también han caído el Fiscal de Derechos Humanos, jueces que han actuado con independencia, defensores y defensoras de derechos humanos. No sería raro que pronto surgiera una versión guanaca de esa iniciativa con ese nombre u otro parecido, pero con el mismo fin: intimidar a las víctimas y a quienes las acompañan en su lucha por la verdad, la justicia y la reparación integral.

Y el comandante general de la Fuerza Armada, presidente de la República y antiguo miembro de la comandancia general insurgente, ¿qué dijo? Que la corporación policial solo los capturó y que es el sistema de justicia el que dirá la última palabra. A los militares escondidos por segunda vez en menos de cinco años, les recomendó entregarse. Y a las víctimas de las atrocidades, se supone que las cometidas por ambos bandos, les envió un mensaje: “Vamos a impulsar una política en el pueblo, para que este tenga espacio para perdonar hechos cometidos en el pasado”. Eso declaró Salvador Sánchez Cerén el recién pasado sábado 6 de enero. También habló de la necesidad de que hubiese verdad y justicia. Por estas dos debió haber empezado, para terminar con lo del perdón que es un asunto personal y muy íntimo.

Así como se han dado las cosas hasta ahora, bien dice el dicho: “No creás en el santo si no ves el milagro”. Las órdenes internacionales de captura a INTERPOL en España y El Salvador, así como a la Dirección General de la Policía Nacional Civil,  fueron reiteradas por el juez Eloy Velasco el 4 de enero del presente año. No pasó nada hasta que exactamente un mes después, el 4 de febrero, en Carolina del Norte la juez Kimberly Swank decidió que el coronel Inocente Orlando Montano fuese extraditado a España, por existir “causa probable de que el acusado cometió los delitos de asesinato terrorista”. 



Si la justicia estadounidense estableció eso para Montano, lo habría hecho también para los otros imputados. Pero como se encuentran acá, con o sin “soplo” previo –seguramente con– corrieron asustados a esconderse. Y “por los vientos que soplan”… Con todo lo anterior, solo resta señalar que “errar es humano y perdonar es divino”. Si es errada esta exploración hecha, escrita y publicada hoy, sobre lo ocurrido recientemente en torno a la búsqueda de verdad y justicia en el caso de la masacre en la UCA, hay que aspirar al “divino” perdón de la “noble afición” tras reconocer lo primero. Pero se vale pensar mal… porque “la mula no era arisca, los golpes la hicieron”.

viernes, 5 de febrero de 2016

Que yo cambie, ¿no es extraño?

Benjamín Cuéllar
04 de febrero de 2016

En estos días, el expresidente Alfredo Cristiani difundió un comunicado en el cual pedía en su titular –con signos de admiración– un “alto a la confrontación política y las venganzas”. ¡Qué bien! Lo hizo tras la muerte del también exmandatario Francisco Flores. “Debemos hacer el esfuerzo de aprender a administrar nuestras diferencias, por muy fuertes que sean, sin recurrir a la violencia y la crueldad”, expresó Cristiani en su llamado. Se esté a favor o en contra del recién fallecido, lo que bien o mal se hizo en su caso fue tratar de que operaran las instituciones respectivas para investigar su responsabilidad en ciertos delitos. 


Más allá del lógico manejo mediático del asunto, que seguramente se dará si se investiga y procesa a otro gobernante anterior por corrupción u otra fechoría grave, hay un asunto que debe subrayarse. En este país, si algo quedó bien afirmado después de la guerra es que los reclamos de justicia de las víctimas incomodan al poder. De palabra o de hecho, por acción u omisión, demandar la investigación de atrocidades cometidas por derechas o izquierdas –como las graves violaciones de derechos humanos ocurridas antes y durante la guerra o el descarado y rampante robo de los dineros del pueblo– es algo inaceptable. ¿Por qué? Porque tienen untadas las manos directa o indirectamente y deben protegerse con la impunidad.  

No se confundan o quieran confundir a la gente, señoras y señores de arriba. Violencia y crueldad son las que han ejercido siempre contra las víctimas, a las que les niegan lo que legítimamente demandan: verdad, justicia y reparación. Lo han hecho los malos gobiernos y los desagradables partidos políticos, desde los medios de difusión y las redes sociales nombrando en vano la democracia, la paz y la reconciliación. Ficciones inexistentes en medio del “mal vivir” en el que a diario se retuercen de dolor, angustia e inseguridad humana las mayorías populares.

Tanto a un lado como al otro se les hubieran caído las caretas redentoras que tienen y mantienen entre sus respectivas fanaticadas desde que terminó la guerra, si hubieran cumplido algo esencial de lo que acordaron y firmaron en Chapultepec el 16 de enero de 1992. Pero se hubieran dignificado. Por eso, esa deuda pendiente hay que restregárselas hasta que honren su palabra o dejen de ser obstáculo para que por fin sea una realidad En el numeral 5 del primer capítulo de ese documento, los dos bandos que se dieron duro en las trincheras y siguen peleando en las elecciones, reconocieron “la necesidad de esclarecer y superar todo señalamiento de impunidad de oficiales de la Fuerza Armada, especialmente en casos donde esté comprometido el respeto a los derechos humanos”.

Para ello, tanto el actual partido en el Gobierno como el otro, pactaron remitir “la consideración y resolución de este punto a la Comisión de la Verdad”. Lo hicieron partiendo de un principio: el de “que hechos de esa naturaleza, independientemente del sector al que pertenecieren sus autores deben ser objeto de la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia, a fin de que se aplique a quienes resulten responsables las sanciones contempladas por la ley”.

Si eso se hubiera tomado en serio, el “caso Flores” no sería más que otro más examinado por un sistema de justicia eficaz por ser capaz de sentar a quien sea –por muy “don” que fuese– en el banquillo de los acusados. “Todos deseamos que se haga justicia por los delitos que pueda competer cualquier ciudadano, especialmente aquellos que ostentan cargos públicos […] Nunca es tarde para reflexionar y hacer un alto en el camino. Se lo debemos a la patria y lo merecemos todos los salvadoreños”. Eso acaba de expresar el señor Cristiani. ¡Bravo! ¡Aplausos! Cambió de parecer, porque un día antes de la presentación pública del informe de la Comisión de la Verdad –domingo 14 de marzo de 1993– era otro su discurso. 


En su intervención televisada de entonces, pidió “una amnistía general y absoluta” para los responsables de crímenes horrendos insertos en el aparato estatal, entre otros; un “borrón y cuenta nueva” que para nada permitió la llegada de –en palabras de Cristiani el 16 de enero de 1992, en Chapultepec– “una paz auténtica fundada en el consenso social, en la armonía básica entre sectores sociales, políticos e ideológicos y sobre todo en la concepción del país, como totalidad sin exclusiones de ninguna índole”.

Pero con la amnistía aprobada el 20 de marzo de 1993, se excluyeron del todo a las víctimas que –por su hermosa y legítima terquedad– no permitieron borrar de la historia las barbaridades que padecieron. Pero la cuenta nueva de sufrimiento, sangre y luto en la “paz” de politiqueros y pudientes, ya es quizás mayor que la de antes y durante la guerra.

También el partido rival cambió su discurso cuando posaron sus sentaderas en la silla presidencial. “Se violaron los acuerdos de paz –dijo oficialmente en marzo del 2005 la exguerrilla convertida en maquinaria electorera– al no aceptar la aplicación de las recomendaciones de la Comisión de la Verdad y con la Ley de amnistía y la derogación de dos artículos de dos artículos de la Ley de Reconciliación se premió a los impunes. Es una deuda con la sociedad salvadoreña. Ya el Comité de los Derechos Humanos de la ONU hace dos años señaló que se violentaba el derecho a la verdad y pidió, al igual que otros sectores lo hemos hecho, derogar esa Ley de amnistía”.

Cinco años después, en marzo del 2010, el secretario general del ya partido en el Gobierno dijo lo siguiente al respecto: “Hoy quisiera tener tiempo para reflexionar políticamente y entrar en una temática que tenga que ver si ahora es el momento para empezar a hablar de si hay que derogar la ley de amnistía”. Así, dejando de lado la cantifleada, Medardo González –la voz “efemelenista” más autorizada– sentó la nueva posición oficial en este asunto. 



Quizás por eso les gusta tanto la canción que dice: “Cambia lo superficial, cambia también lo profundo, cambia el modo de pensar, cambia todo es este mundo”. Pero olvidaron esta parte medular del mensaje: “Pero no cambia mi amor por más lejos que me encuentre, ni el recuerdo ni el dolor de mi pueblo y de mi gente”.









lunes, 1 de febrero de 2016

Si Guatemala pudo, ¿podrá El Salvador?

Benjamín Cuéllar
28 de enero de 2016

El Salvador es, ciertamente, uno de los países más violentos. Se considera el más violento entre los que, hoy día, no están sumidos en una guerra interna o internacional. Decir esto no es novedad. El derramamiento de sangre fue constante antes y durante los combates entre las fuerzas armadas gubernamentales y rebeldes. Fueron once años terribles que acabaron con la firma del Acuerdo de Chapultepec. La ilusión de un mejor futuro abundó dentro y fuera del suelo patrio. Sin embargo, pasados casi cinco lustros, lo que se soñó no es más que eso: quimera que nunca cuajó en favor de las mayorías populares.

Había razones para imaginar que, con el cese al fuego, bajarían de tajo las muertas violentas. Eso sería el inicio del anunciado proceso de pacificación, tal como lo acordaron en Ginebra el 4 de abril de 1990. Había que “terminar el conflicto armado por la vía política al más corto plazo posible”, lo que se logró con inusitada precisión. Tras ello, también había que pecar de optimistas por lo legítimo y apreciable del resto del documento: “impulsar la democratización del país, garantizar el irrestricto respeto a los derechos humanos y reunificar a la sociedad salvadoreña”.

La tierra cuzcatleca sería, pues, un paraíso terrenal. Pero como en esos tres temas solo se avanzó de forma, en el fondo la triste gente –la más triste del mundo, sentenció Roque– siguió y sigue condenada por la polarización, la corrupción y la exclusión, a sobrevivir insegura bajo el asedio de la delincuencia común y organizada en medio de una violencia creciente, imparable e intolerable. Esta última constituye una de las calamidades a la que se ha sido sometida, sobre todo durante las casi cinco últimas décadas de la historia nacional.

Pero iniciando la de 1970, hubo organización social con fines electorales y esa gente salía de sus casas –sobre todo de las más humildes– a ser parte de la Unión Nacional Opositora y apoyar sus candidatos para las elecciones que venían, sin clientelismos y otras prácticas politiqueras nocivas de por medio. Lo hacía de corazón. De 1975 a 1980, después del fraude electoral en 1972 y del siguiente en 1977, la gente salía de sus casas a luchar contra el régimen autoritario sabiendo que por la violencia política oficial –también había guerrillera– podía morir, ser detenida y torturada, o desaparecer forzadamente. No importaba; igual había esperanza. Lo hacía de corazón y sin importar los riesgos, con pasión e imaginación.

Después vino la guerra y la gente se metió a sus casas para protegerse, dejando combatir en el campo de batalla a los enemigos. Pero, incluso así, tenía la esperanza de que –terminado el conflicto armado– algo mejor surgiría. Eso se anunciaba en el Acuerdo de Chapultepec, el último de las negociaciones. Lo ahí escrito, bien merecido lo tenía la gente. Pero a estas alturas, lo esencial de esa suma de sacrificios, angustias y sufrimientos, nunca le llegó. La paz sigue ausente en medio de tres guerras cada vez más intensas, sucias y dolorosas que impiden su realización: entre maras, contra las maras y de las maras hacia la población.

El problema es que ahora la esperanza de antes ya no existe entre los sectores de donde salió la gran cantidad de personas que, entre 1970 y 1980, se organizaron y batallaron para cambiar la realidad. No la hay. Dentro de esos sectores, solo tiene esperanza quien sueña con el triunfo electorero de su partido para conseguir, así, “componerse”; léase, prosperar individualmente sin importar cómo. Hoy la gente ya no sale de sus casas a las calles en pie de lucha. Ahora las abandona huyendo del desgobierno, a pie o como pueda, para salir del país y no ser víctima de la muerte lenta o violenta.

Para iniciar la repatriación de la esperanza y las ganas de luchar contra los males que aquejan a la población mayoritaria, la oportunidad está a la mano. Hay un recién estrenado Fiscal General que ha pintado su raya, para guardar distancia de sus predecesores. Ha denunciado, por ejemplo, el nepotismo dentro de la institución en la que laboró y ahora conduce. ¡Aplausos! Pero se esperaría más, para contribuir a que la gente salga del profundo desencanto que la anula.

Ahí están las órdenes internacionales para capturar diecisiete militares reclamados por la justicia universal. Ojalá nos sorprendiera, pero parece que Salvador Sánchez Cerén no le ordenará que proceda al nuevo director general policial, Howard Cotto. Como titular del Ejecutivo y comandante general de la milicia parece, al igual que el inmediato anterior, no querer tener líos con los militares y quizás hasta buscar congraciarse con los más “duros”. Tras las últimas promociones y los nuevos movimientos en la institución castrense, hoy es General de Brigada el hijo del coronel Inocente Orlando Montano; asimismo, nombró jefe de un Destacamento Militar al hijo del teniente coronel Domingo Monterrosa. El primero, acusado por la masacre realizada en esta casa de estudios; el segundo, por la de El Mozote.    

Ahora es cuando el fiscal general, Douglas Meléndez, puede intervenir investigando en serio a esa soldadesca extraditable y presentando el caso donde corresponde para su respectivo juicio en El Salvador. Así evitaría su envío a España y haría lo que el general Juan Rafael Bustillo ha pedido desde hace años para limpiar su nombre. En Guatemala se ha hecho con un Misterio Público y un Órgano Judicial que, como sea, están funcionando. ¿Responde al empuje chapín y a la desidia guanaca que allá la tasa de muertes violentas fuera de treinta por cada cien mil habitantes en el 2015, mientras acá haya ascendido a ciento tres?   

¿Desperdiciará este chance el fiscal Meléndez? Además de “driblar” la extradición, se estrenaría haciendo lo que nadie hizo antes y despertaría esperanzas reales de cambio. Ojalá no sucumba ante la falaz “paz” de allá arriba, defendida por quienes le exigen al país entero sacrificar valores universales y fundamentos de la paz cierta y duradera: la verdad y la justicia. A las víctimas de las salvajadas que ordenó un reducido grupo de oficiales les dieron la espalda, para proteger a esos violadores de derechos humanos.


La apuesta impuesta por los bandos que firmaron los acuerdos para dejar de combatir entre sí, hace casi veintitrés años, fue ocultar la primera y negar la segunda con una cuestionada amnistía. Ninguno ganó en el campo de batalla; empataron, dicen. Pero sí salieron beneficiados por su “paz” dentro de un sistema económico y social, incluyente para las minorías antiguas y las surgidas tras la guerra, pero del todo excluyente para las mayorías populares. Hasta la fecha, fueron y siguen siendo estas últimas las grandes perdedoras. Pero pueden empezar a ganar si se vuelven a unir y organizar para, inicialmente, demandar al fiscal Meléndez que golpee con todo la impunidad de antes, durante y después del conflicto armado. Así, si en Guatemala se pudo, seguro se podrá en El Salvador. Una buena muestra: la lucha contra las injusticias dentro de la Policía. ¿O no?