viernes, 31 de julio de 2015

28 y 30 de julio: recuerdos con rabia

“Si hay días que vuelvo cansado, sucio de tiempo, sin ‘para amor’… es que regreso del mundo; no del bosque, no del sol”. En esos días, canta el flautista de Hamelin caribeño, la rabia se vuelve vocación. Porque la injusticia agota a las personas y las comunidades; anula sus ilusiones. Y la violencia les enloda su tiempo y su existencia, sus alegrías y sus amores. Ese es el mundo en el que ha nacido, vivido y fallecido tanta gente en este país llamado El Salvador. El país del “sálvese quien pueda”, pero huyendo del mismo porque solo afuera se ve en lontananza –allá bien lejos– un dejo de esperanza. Un país donde las oportunidades son negadas a montones por la exclusión; donde la sangre es derramada a borbollones por el accionar imparable e imperdonable, desde siempre, de una criminalidad organizada que antes actuaba empotrada en el aparato estatal represivo y ahora lo hace –terriblemente desatada– mediante estructuras fácticas de poder ante un Estado que, magullado, no necesita más golpes para desnudarse en su impotencia.

¿Qué está a la base de todo eso? La impunidad que protegió y protege –desde hace treinta y tres años– a delincuentes de altos vuelos responsables de la desaparición forzada de Patricia Emilie Cuéllar Sandoval, llevada a cabo el 28 de julio de 1982. Horas después, cerca de la media noche sacaron –para desparecerlo– al entonces gerente de la Asociación Salvadoreña de Industriales, Mauricio Cuéllar Cuéllar, y a Julia Orbelina Pérez. El primero, padre de Patricia; la segunda, empleada de él. De Julia Orbelina, inicialmente, los guardias nacionales que “investigaron” la consideraron posible sospechosa del “secuestro” de Mauricio; por ello, sugirieron vigilar su casa. ¡Habráse visto!

El “pecado” de Patricia: haber trabajado en el Socorro Jurídico Cristiano en tiempos del ahora beato, monseñor Óscar Arnulfo Romero. El de Mauricio: ser papá de Patricia. ¿Y el de Julia Orbelina? Trabajar al servicio de Mauricio desde hacía apenas dos meses. ¿Quiénes debieron haber sido llevados ante la justicia por estos tres crímenes contra la humanidad? Sus autores directos, obviamente. Para ello, se debió indagar quiénes fueron. Pero no. Las pesquisas se limitaron a interrogar personas, familiares y vecinos de Mauricio y Julia Orbelina, que dijeron no saber nada.

Diligentes para eso, no fueron los “servidores públicos”. Pero sí para saquear el apartamento de Patricia, la misma noche del día en que la desaparecieron. El padre de sus dos hijas y de su hijo así lo consignó en el hábeas corpus que solicitó, señalando como autores del desvalijamiento a “soldados del ejército uniformados” a bordo de un picop azul y un yip verde. Tres viajes realizaron para consumarlo. Con ese dato se pudo haber planteado una línea de investigación tendiente a esclarecer los hechos en serio, para determinar el paradero de las tres víctimas e impartir justicia empezando por quienes se las llevaron.

Pero nada que ver. En este país, dejado de la mano de Dios pese a ser tocayos, eso no pasaba ni pasa cuando son “peces gordos” los que bucean en las aguas de la delincuencia estatal o particular. Investigar a los directamente involucrados, atraparlos, juzgarlos y encarcelarlos, supone siempre un peligro para quienes ordenan, financian, encubren y toleran. Si no pregúntenle al general Eugenio Vides Casanova, en aquella época director de la temible Guardia Nacional, porqué lo deportaron de Estados Unidos de América. De allá, donde se pensaba seguro, lo echaron por violador de derechos humanos; pero acá regresó y fue recibido con protección policial; también con aplausos y vítores de militares aliados políticamente con el partido oficial, al menos para las pasadas elecciones municipales en San Salvador.

Las cabezas de la cadena de mando castrense en julio de 1982, debieron procesarse y condenarse por el caso anterior. Tanto el comandante general de la Fuerza Armada como el ministro de Defensa y Seguridad Pública. Pero no. El primero era Álvaro Magaña y ya murió; el segundo era el general José Guillermo García, quien viene detrás de Vides Casanova. Si en algún momento tuvo algún temor García por su próxima deportación, lo ocurrido con su colega debe haberlo aliviado.

Lo mismo que pasó con los autores materiales e intelectuales de esas tres desapariciones realizadas por la Fuerza Armada –a  la fuerza, hace treinta y tres años– ocurrió este día hace cuatro décadas con los autores mediatos e inmediatos de la fiera carnicería llevada a cabo en la ciudad capital, sobre la veinticinco avenida norte. El 30 de julio de 1975, principalmente entre el colegio Externado de San José y el Instituto Salvadoreño del Seguro Social, quedaron las calles y las aceras regadas con la sangre de estudiantes universitarios y pueblo que acompañaba su protesta. Pero además de las víctimas mortales, hubo muchas desaparecidas.


De nuevo la pregunta. ¿Quiénes debieron ser investigados, procesados y sancionados? Los que jalaron gatillos para matar y capturaron para desaparecer. Pero también los máximos jerarcas de la milicia: el coronel Arturo Armando Molina y el general Carlos Humberto Romero. Sin embargo, la historia se repitió: a ese par, presidente y ministro, nadie los tocó pese a que una comisión especial para buscar presos políticos desaparecidos creada tras el golpe de Estado –ese sí, de verdad– recomendó juzgarlos y sancionarlos a finales de 1979.

Esa violencia estatal impune en sus orígenes, junto a la insurgente, fue lo que empujó el país al despeñadero –poco a poco, pero derechito– hasta tocar fondo con la ofensiva del “Farabundo Martí” guerrilla, en noviembre de 1989. Hasta entonces, el principal teatro de operaciones estaba instalado en el otro El Salvador: el de la pobrería, de las mayorías populares. La guerra no había alcanzado con todo su ímpetu al de la etiqueta y el glamour. Sí había golpeado a más de alguno de sus representantes, funcionarios o no. Pero hasta ahí.

Los feroces combates que se dieron durante esa acometida bélica fueron enfrentados no solo con las tropas gubernamentales; también con la cadena nacional de emisoras radiales y canales televisivos. Los rebeldes no eran más que “delincuentes terroristas”, que atentaban contra las instituciones. Pero la “heroica” Fuerza Armada se encargaría de ponerlos en su sitio y la ciudadanía honrada no tenía porqué temblar. Eso decía la propaganda oficial. Pero también, a través de un “micrófono abierto” desde la Radio Cadena Cuscatlán, esa supuesta “ciudadanía honrada” vociferaba pidiendo las cabezas de Ignacio Ellacuría –rector de la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" (UCA)– y de “los jesuitas” en general. Varios de ellos, que ni la debían ni la temían, terminaron ejecutados por esa misma “gloriosa” Fuerza Armada.


Da rabia recordar todo lo anterior. ¡Claro que sí! Pero más rabia da que pasados veinticinco años de la masacre en la UCA, treinta y tres de la desaparición forzada de Patricia –junto a la de su padre y la de su recién empleada– y cuarenta de la atrocidad conocida como “el 30 de julio”, este país no haya cambiado de fondo. Parecido a lo que pasa ahora con el “paro”, “boicot” al transporte o como le quiera llamar la propaganda del “Farabundo Martí” Gobierno. La violencia y la inseguridad que han permanecido instaladas en la periferia durante la posguerra, ahora ya comenzaron a tocar –con los miedos y aprehensiones que las acompañan– las puertas de la metrópoli. Es la herencia y la vigencia de la impunidad dentro de un Estado débil con el fuerte y fuerte con el débil. ¿No es así, padres José María Tojeira e Ismael Moreno?

Por eso también siguen, actuales y ardientes, las injusticias que al gran Silvio le generaron tanta rabia: la “bomba de muerte”, el “imperio asesino de niños”, el cariño podrido,
la niñez con frío que clama a sus madres, el “mío –eso es mío, solo mío–, el “bebo pero no me mojo”,  el “miedo a perder el manojo”, el “hijo zapato de tierra”, el “dame o te hago la guerra”, el “todo tiene su momento”,  “el grito se lo lleva el viento”, “el oro sobre la conciencia, el “¡coño! paciencia, paciencia”… En fin, la “rabia simple” de los hombres y  las mujeres silvestres. De todo eso y más sigue sembrado un camino ya recorrido, cuyo destino es bien conocido.


Pero, no obstante, habrá días para volver cargados “con muchas flores, mucho color”, para ponerlas “en la risa, en la ternura, en la voz…” Habrá días en que esas flores mojaran las camisas, para teñir sus sudores. Los habrá, sí. Pero solo si la gente, más allá de los poderes que ahora la oprimen de tantas crueles maneras, vuelva a creer en su poder y se vuelva organizar con autonomía, imaginación, creatividad y un solo compromiso: el de ejercerlo para hacerlo valer.


lunes, 27 de julio de 2015

De golpes y lobos, ¡líbranos señor!

Benjamín Cuéllar


Qué rápido pasa el tiempo, se dice. Cierto. Los días duran siempre las veinticuatro horas y las semanas los mismos invariables siete días, pero esa sensación de premura es cada vez más fuerte en un mundo donde los avances tecnológicos no tienen fin; sobre todo en los ámbitos de la información y la comunicación. Así, pues, el presente año ya ingresó a su segundo semestre como rayo y el siglo actual se encuentra a la mitad de su segunda década; la antigua guerrilla salvadoreña convertida en un partido político más desde hace un buen rato, está por cumplir los catorce meses de tener en sus manos –por segunda ocasión en seis años– las riendas del Órgano Ejecutivo. Y, allá a mayor distancia, se alcanza a ver el conflicto bélico que asoló al país y cuya final se acerca, aceleradamente, a cumplir las décadas y media de ocurrido.

Ese enfrentamiento fratricida, quizás, se hubiese evitado de haberse cumplido de la mejor forma posible los postulados de la “Proclama de la Fuerza Armada”, conocida públicamente el 15 de octubre de 1979 cuando se alzó en armas la llamada “juventud militar” y derrocó al Gobierno presidido por el general Carlos Humberto Romero. Ese fue el último golpe de Estado ocurrido en El Salvador. Pero hoy en día hay que precisar algo: el último sí, pero hasta la fecha. Porque de unos días para acá se escuchan voceros de Casa Presidencial y del partido oficial –el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN)– anunciando un sedicioso y tenebroso plan enfilado a destituir a Salvador Sánchez Cerén.

Lo último aparece en un comunicado del FMLN, de fecha 18 de julio del año en curso. Plagado de “supuestos”, se dice que para tal fin la “derecha oligárquica partidariamente (sic) representada por ARENA” y “pequeños grupos de supuesta sociedad civil”, difunden rumores sobre supuestos atentados contra “la casona” –como se conoce donde despacha el mandatario– junto a supuestos “toques de queda” delincuenciales, supuestos indicios de una nueva tregua y supuestos ataques al “poder judicial”. Pero, más grave aún, se asegura que esas oscuras fuerzas diseminan –lo más ampliamente posible– mentiras tan descaradas y escandalosas como una supuesta corrupción en el país y la existencia de un supuesto Estado fallido.

Según el “Farabundo”, todo eso está orquestado con el apoyo de “temibles” alianzas de fuera aunque bien cercanas; a la par, para ser exactos. Según el citado texto oficial “efemelenista”, debe interpretarse que las recientes y masivas protestas chapinas y catrachas son fruto de intrigas como la que –a “fuego lento”– se está “cocinando” acá. El FMLN alerta y explica de qué se trata. “La población –sostiene– debe saber también que la derecha oligárquica tiene aliados externos que atentan contra la soberanía nacional, mediante su injerencia en nuestros asuntos internos. Quieren hacernos creer que lo que están haciendo en Guatemala y Honduras también lo pueden hacer en El Salvador, como por ejemplo imponer una Comisión Supranacional (Guatemala), golpe de Estado (Honduras) o movilizaciones para pedir la destitución del presidente (Guatemala)”. Fin de la cita.

Pero en lugar de aclarar las cosas, la exguerrilla deja sembradas serias interrogantes al menos entre quienes –más allá del “pensamiento único”– aún les funciona el pensamiento propio. Eso ocurre por la manipulación de conceptos y la tergiversación de visiones, ubicaciones y hasta pasiones dentro del espectro político e ideológico. Para el FMLN, la Comisión internacional contra la impunidad en Guatemala –la afamada CICIG– es “supranacional”; ello supone estar sobre el Gobierno chapín. Nada más falso.  


Es una entidad internacional independiente en su actuar pero trabajando de la mano con el Ministerio Público, la Policía Nacional Civil y otras instituciones estatales. Las apoya en la investigación y la persecución penal, limitada a ciertos casos emblemáticos, cuya autoría es atribuible a cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad; también secunda el desmantelamiento de esos grupos criminales. En última instancia, mediante la capacitación en el terreno con la intervención en experiencias concretas y exitosas, la CICIG busca fortalecer el sistema de justicia para que pueda por sí mismo seguir golpeándolos a futuro. Si el Gobierno del vecino país no lo solicita, la Asamblea General de las Naciones Unidas no puede renovarle su mandato; la existencia y permanencia de la CICIG en Guatemala es, pues, una decisión soberana.

Contar con un refuerzo internacional especializado para golpear la dizque “supuesta” corrupción en El Salvador y dejar capacidades nacionales instaladas para ello, ¿sería “injerencia externa” y parte de un “complot golpista” de la “derecha oligárquica” guanaca? ¡Por favor! Hay que aclarar, además, que la CICIG es una especie de “pie plano”: pisa parejo. No distingue ni condición social ni color político.

En el mencionado comunicado del FMLN, se habla de Honduras y se recuerda el último golpe de Estado allá. Ese hecho político sucedió hace ya más de seis años. Nefasto el mismo como también nefastas sus consecuencias. Pero el partido oficial salvadoreño se refiere al derrocamiento de Manuel Zelaya, en junio del 2009, como si hubiera ocurrido ayer. La muchedumbre en pie de lucha en la tierra de Morazán, en la actualidad no está reclamando el retorno del depuesto presidente. No, lo que exige la sociedad catracha es la erradicación de la impunidad y la corrupción. Nada más y nada menos. ¿Qué hay de malo en eso? ¡Al contrario!

Y, para colmo, quienes en algún momento se dijeron “revolucionarios” en El Salvador hoy aparecen rebosantes de indignación, rasgándose las vestiduras en defensa del general Otto Pérez Molina. Por lo menos eso se entiende. Ese alto oficial de la milicia guatemalteca, hoy presidente de la República, se encuentra en la soledad más evidente y en el desahucio político más patético. Por su trayectoria durante buena parte del conflicto interno chapín, Pérez Molina siempre fue acusado de haber sido uno de los perpetradores en el conflicto interno que devastó al hermano país. Sin embargo, para la dirigencia “efemelenista” la lucha que libra hoy en día ese pueblo vecino es un complot; una “maquiavélica” conspiración que pretende ser copiada por la “derecha oligárquica” salvadoreña, para deponer a Sánchez Cerén y dar marcha atrás a los logros del Gobierno heredero del “cambio”  y la “esperanza”,  además de ser promotor del “buen vivir”.  
  
“Tus ojos verán cosas extrañas”, dicen que dicen los proverbios bíblicos. Fuera del Partido Comunista, en octubre de 1979 los otros grupos que formaron luego el FMLN dijeron que el golpe de Estado era una maniobra del “imperialismo yanki” para evitar el “triunfo revolucionario”, como en julio de ese año acababa de pasar en Nicaragua. Con esa oposición y con la de una derecha oligárquica, tozuda, impresentable y sanguinaria de la época, tal gesta fue abortada por quienes estaban al servicio de la segunda: los “viejos zorros” de la alta oficialidad castrense.

Hoy en día, algo ha cambiado y no ha sido poco. Dentro del circo partidista electorero local, la izquierda no toca a los militares responsables de graves violaciones de derechos humanos en aquellos años, pero denuncia conjuras tendientes a consumar el delito de rebelión tipificado en el artículo 340 del Código Penal; mientras tanto, los voceros “areneros” niegan dichas conspiraciones y piden al Ministerio Público que investigue semejante acusación.

El domingo 21 de octubre de 1979, el beato Romero dijo: “Llamé, en concreto, a los dos extremismos. Al […] de derecha que ve sus privilegios en peligro y que puede dar un contragolpe […] para mantener la situación injusta, diciéndoles que tienen que oír la voz de la justicia y el reclamo de los pobres. También, me dirigí al extremismo de izquierda para decirles que su imprudencia, el no esperar a ver hechos antes de dar un juicio y, mucho más grave todavía, actuar. Una violencia en esa situación no es insurrección legítima, porque ya hay un camino abierto para una negociación pacífica. Y quien se obstina en no aceptar más camino que el que él concibe […] En este momento es un pecado grave contra el bien común, el no hacer un esfuerzo de madurez política y de reflexión para negociar con los otros el bien de la patria y no el interés de mi grupo”. 



Politicastros de este país, pues, aprendan del verdadero pastor. En lugar de seguir gritando “¡Ahí viene el lobo! ¡Ahí viene el lobo!” o de andar por ahí como “lobos con piel de oveja”, mejor trabajen en serio por erradicar el mal común que oprime a las mayorías populares. Si no, ya dejen de hacer estorbo.











martes, 21 de julio de 2015

¿Chapoteando o chapaleando?

Benjamín Cuéllar
16 de julio de 2015

El gerundio del primer verbo se utiliza en México; el del segundo, en El Salvador. Son sinónimos, así que da igual cuál se ocupe para ilustrar lo que pasa en ambos países. Tanto en el primero como en el segundo –la “región más transparente” y el “Pulgarcito de América”, respectivamente– sus poblaciones en condiciones de alta vulnerabilidad son víctimas que se hunden, batiendo manos y piernas, en las aguas negras de la impunidad institucional. Esa lacra que protege, no solamente pero sí sobre todo, a altos criminales de “cuello blanco” o vestidos de “verde olivo”. Allá, en la tierra de Carlos Fuentes, el “Chapo” abrió la “chapa” de su prisión y se “hizo humo” para esfumarse ante las narices de sus celadores. Acá, en la patria de Julio Enrique Ávila, célebres delincuentes no necesitan excavar cuando tienen líos con la justicia; salen por donde entraron: por la puerta sin llave y sin custodia respetable, de un sistema tullido y por demás patético. Que hay excepciones allá y acá, las hay; pero la regla general es la parcialidad para favorecer a poderosos intocables. 

Lo peor de todo es que son “campeones”. Sin una onza de vergüenza, funcionarios de alto nivel salen con unas explicaciones que –si no se tratara de algo tan grave y deplorable– provocarían sonoras carcajadas. Pero no. Lo que generan es cólera e indignación. Dos ejemplos de ello. El primero: las declaraciones del secretario de Gobernación mexicano, Miguel Ángel Osorio Chong, tras la reciente fuga de Joaquín Guzmán. El alto integrante del equipo más cercano de Enrique Peña Nieto, objetado mandatario del país del norte, estaba en Francia cuando desapareció el jefe del “cartel de Sinaloa”; era parte de una “pequeña” comitiva oficial de casi ciento cincuenta personas que andaban celebrando el día nacional de aquella nación.

A su forzado y apurado regreso a México, Osorio Chong declaró que “el Chapo” se les fue de las manos por culpa de “los protocolos de derechos humanos dentro de los centros penitenciarios de máxima seguridad”, que exigen respetar la intimidad de las personas detenidas. ¡Ve que bonito! Es cierto que hay un par de espacios en las celdas que la cámara del circuito cerrado, instalado en esos penales, no ubica; ello, para no exhibirlas haciendo sus necesidades y bañándose. Pero el mismo funcionario se contradijo más adelante, en la primera conferencia de prensa que brindó tras la escapatoria, al reconocer que “el hoy prófugo de la justicia” contó con la colaboración de miembros del personal del reclusorio.

Y en eso, obviamente, no tienen nada que ver “los protocolos de derechos humanos”. Por mucho que hubiera fingido ir a hacer “del uno”, “del dos” o a ducharse, Guzmán no habría puesto pies en polvorosa sin comprar voluntades y conseguir la participación decisiva de  empleados y funcionarios, dentro y fuera de la “jaula de oro” que habitaba. Igual pasó hace casi quince años. Cuando “el Chapo”se escabulló por primera vez, estando en la cárcel federal Puente Grande, nadie alegó que “los protocolos de derechos humanos” tenían algo que ver. Se escurrió entre sábanas y ropa sucia en un carrito de lavandería, empujado por alguien que trabajaba en dicha cárcel. Tiene toda la razón, entonces, Amnistía Internacional. Esta importante organización le mandó públicamente a Osorio Chong, este corto y directo mensaje: “Señor secretario de Gobernación, los derechos humanos no son un factor en la fuga de criminales, sino la corrupción endémica del sistema de seguridad.

Más claro e ilustrativo, fue don Raúl Vera. El desde hace años obispo de Saltillo y antes sucesor de don Samuel Ruiz en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, califica la odisea de Joaquín Guzmán como una fuga “prepago”. Este fraile de la Orden de Predicadores, el querido “Raulito”, pide para la cabeza del “cartel de Sinaloa” un monumento. Ello porque –según el pastor– todos los defensores de los derechos humanos hacemos lo posible por mostrar la corrupción de la institución política mexicana y ‘el Chapo’ magistralmente lo logra […] De un plumazo y de manera transparente demuestra el tamaño de la corrupción del Estado mexicano”.

El otro ejemplo de la desfachatez institucionalizada a la hora de enfrentar críticas o propuestas que incomodan, se encuentra acá en El Salvador. Es el caso de la posición oficial ante la “sugerencia” que, hace unos días, hizo Thomas Shannon sobre crear acá una entidad similar a la Comisión internacional contra la impunidad en Guatemala. La hoy afamada CICIG ha puesto a temblar y ha metido a la cárcel a no pocos “peces gordos” que, tan campantes, nadaban tranquilamente en el mar de la corrupción que baña al hermano país. Pero en este, han dicho desde casa presidencial y desde la cúpula del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, no es necesaria una versión guanaca de la misma.

Eugenio Chicas, aquel “Marquitos” de la guerrilla hoy reciclado como secretario de Comunicaciones en el Ejecutivo, replicó hablando de apertura al diálogo y los intercambios de experiencias; pero de “intervenciones en ese sentido”, nada. El vocero presidencial dijo que ni constitucional ni políticamente existía espacio para eso, que solo funciona “en países que han perdido su institucionalidad o cuentan con instituciones muy débiles”. Acá –señaló Chicas tan tajante y convencido, que hasta pareciera que él mismo se la cree–  “tenemos una institucionalidad derivada de los acuerdos de paz que nos ha permitido contar con los resortes, los mecanismos, los soportes institucionales, para resolver nuestros propios problemas”. “Por lo tanto, –machacó “Marquitos”– este gobierno descarta la posibilidad de solicitar algún mecanismo de intervención ya que consideramos contar con la institucionalidad suficiente, con los mecanismos constitucionales suficientes, para poder resolver nuestros propios problemas”

O sea que, ateniéndose a lo anterior, la Fuerza Armada está metida en tareas de seguridad pública exactamente desde hace veintidós, no porque la Policía Nacional Civil no pueda con el encargo. ¡No, por Dios! Es, más bien, una especie de dama de compañía en la que –eso sí– hay que invertir millones y millones de dólares para que se desempeñe como tal. De esos alegatos oficiales, también se colige que la Fiscalía General de la República y el Órgano Judicial actuaron con debida diligencia y apego a la legalidad cambiando la calificación del delito de peculado a peculado por culpa –en el tan llevado y traído caso “CEL-Enel”– sabiendo que la responsabilidad penal por el segundo ya se había extinguido debido a la prescripción.

La sangre derramada por las mayorías populares salvadoreñas antes, durante y después de la guerra, junto al hambre estructural que han padecido y padecen, tienen que ver con la impunidad que permite y hasta premia la corrupción. Pero, ante eso, Medardo González le dijo “quitá diay” a su “camarada” Chicas. Sin duda, el ex comandante “Milton” se lleva el premio. Para él, la chapinada está peor. “No es comparable”, dijo, la situación guatemalteca  con la salvadoreña. ¿Perdón? ¿Y por qué hay que comparar? Se está bien o se está mal acá, es la pregunta a responder por encima de lo que pase en otros lados. Porque “mal de muchos, consuelo de tontos”. Y la bisoña presidenta de la Asamblea Legislativa, no quiso quedarse atrás. “Traer intromisión extranjera en asuntos tan delicados como la administración de justicia –aseguró Lorena Peña– no es lo más adecuado, si tenemos instituciones fuertes surgidas de los acuerdos de paz que debemos de ir perfeccionando”.


“Déjà vú” duro y puro, solo que con distintos protagonismos. La Misión de Observadores de la Organización de las Naciones Unidas para El Salvador –aquella ONUSAL instalada en el terreno hace casi cinco lustros– fue considerada por una derecha recalcitrante y troglodita como “afrenta a la soberanía nacional”, como una indebida “injerencia foránea” que todo “buen salvadoreño nacionalista que amaba a su Patria” debía rechazar. Algo parecido pasó con la Comisión de la Verdad. Hoy son los jerarcas de una maquinaria electorera que, al parecer sin rumbo, dirige al país disfrazada de “izquierda”. Ciertamente, señor González, la situación de Guatemala no es comparable con la de El Salvador: allá no hay cacería de policías, fiscales y soldados; allá están juzgando a una vicepresidenta obligada por la sociedad a renunciar y juzgaron a un general genocida. Penosamente sí tiene razón: no es comparable.

ÉTICA PÚBLICA Y POLICÍA

Benjamín Cuéllar 
9 de julio de 2015

En la Academia Nacional de Seguridad Pública se realizó hace unos días el foro denominado “Ética y función policial”, en el marco del curso de ascenso a inspector jefe. Contó con la presencia de más de ochenta policías, mujeres y hombres, que aspiran escalar en la estructura ejecutiva de la Policía Nacional Civil: la sacrificada PNC que ahora atraviesa por uno de sus peores trances en lo que va de su historia, la cual superó ya las dos décadas. Uno de los disertantes fue José María Tojeira, ex rector de la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" (UCA), quien inició su intervención con una muy sencilla pero muy clara definición de ética. Es la reflexión  “sobre lo bueno que ha de tener en cuenta el ser humano, por ser humano”; es, remató, “hacer el bien”.

Augusto Mijares, el más importante biógrafo de Simón Bolívar, lo plantea desde otra perspectiva. “La humanidad –sostiene– ha dado siempre el carácter de heroísmo, no al combatir vulgar, sino a una íntima condición ética que pone al hombre por encima de sus semejantes: héroe es el que se resiste cuando los otros ceden; el que cree cuando los otros vacilan; el que se conserva fiel a sí mismo cuando los otros se prostituyen. El que se subleva contra la rutina y el conformismo en que se complacen los cobardes”. Esa “mínima condición ética” mueve a hacer el bien, ante unos poderes que ordinariamente hacen el mal.

Estas dos formulaciones hay que situarlas en un escenario nacional como el actual, donde las personas que por Constitución y por ley secundaria deben garantizarle a toda la población en todo el país la paz, la tranquilidad, el orden y la seguridad –respetando de manera rigurosa los derechos humanos– en la realidad son protagonistas de una guerra no declarada. No disfrutan ni de la escasa o nula tranquilidad negada también a las mayorías populares, ni de la seguridad que se le escamotea a las mismas.

Para tal fin, primero hay que repasar las generalidades cardinales de la ética pública. Esa que, basada en principios y valores ambicionados, debe ser utilizada para cuadricular la conducta de las personas que participan activamente en la administración del Estado desempeñando una función específica arriba, en medio o abajo. No se escapa o no debería escaparse nadie de ese “ojo visor” ni de las consecuencias, buenas o malas, derivadas de su desempeño.

Pero hay que aterrizar, enlistando los usos prácticos y beneficiosos de lo anterior. La ética pública permite que funcionarios y funcionarias tengan nociones necesarias y criterios básicos, para determinar cuál debe ser –ante una situación concreta– el proceder correcto frente a los distintos caminos que se les presentan de cara a los intereses de la comunidad a la que sirve. Para ello, es importante saber quiénes integran y quiénes dirigen la burocracia entendida desde una de sus definiciones: “Conjunto de los servidores públicos”. Hay otra, también incluida en el diccionario, que define a la burocracia así: “Administración ineficiente a causa del papeleo, la rigidez y las formalidades superfluas”.

Acá se está hablando de la primera, no de la segunda que es la expresión de la misma que más ofende. Pero de una buena burocracia que no sirva a los poderes –el partidista, el económico, el mediático, el militar, el fáctico u otros– y que además –por ser profesional y responsable, solidaria y eficiente, decente e impersonal– no sea removida cada cambio de partido en el control de la cosa pública. Esa es la garantía de un servicio de calidad para la gente. Si por el contrario la burocracia es fatal, porque su cuerpo y su cabeza no reúnen esas características, los resultados también serán fatales.

Cabe entonces preguntarse cómo está El Salvador de hoy en esta materia después de una guerra, unos acuerdos que la pararon y unos compromisos puntuales cuyo cabal cumplimiento buscaba transformarlo para bien. ¿Quiénes han conducido el país durante más de dos décadas a partir de entonces desde los tres órganos de Gobierno –Ejecutivo, Legislativo y Judicial– y desde el Ministerio Público compuesto la Procuraduría General de la República, Fiscalía General de la República y Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos? ¿Fueron y son las personas más idóneas por su conocimiento, experiencia y capacidad? ¿Las más comprometidas con el respeto de la Constitución y la justicia? ¿Las más probas, honestas y transparentes? 


Ante esas interrogantes, más que responderlas explìctimanete, mejor dejarse vencer por la tentación de citar al entrañable Luis Eduardo Aute para invitar a contestarlas. “Míralos como reptiles al acecho de la presa –cantó en este campus, en el concierto de cierre del Festival Verdad el 2013– negociando en cada mesa maquillajes de ocasión. Siguen todos los raíles que conduzcan a la cumbre, locos por que nos deslumbre su parásita ambición. Antes iban de profetas y ahora el éxito es su meta; mercaderes, traficantes, más que náusea dan tristeza, no rozaron ni un instante la belleza... Y me hablaron de futuros fraternales, solidarios, donde todo lo falsario acabaría en el pilón. Y ahora que se cae el muro ya no somos tan iguales, tanto vendes, tanto vales… ¡Viva la revolución!”

Teniendo como soporte los dos valores esenciales de la ética pública –lo bueno y lo justo–  y para aterrizar aún más, hay que considerar las zozobras de una PNC asediada directa y fatalmente por la violencia delincuencial, criticada por una buena parte de la población a la cual –por “a” o “b” razón– ya no le inspira confianza y, para colmo, achicada o encachimbada por todo lo que está padeciendo dentro y fuera de la institución. Y ahora resulta que, en ese terrible tablado, la cabeza burócrata del Ejecutivo le entregará o ya le entregó a su “nivel básico” un bono único de seiscientos dólares. ¿Qué hará con eso la Policía de “a pie” que vive en colonias donde no le toca más que “dormir con el enemigo”? ¿Amurallar y enrejar sus humildes viviendas? ¿Y si la “cacería” ocurre antes de llegar a las mismas en el transporte público inseguro a todo nivel o, al bajarse del mismo, camino a su casa?

Ética pública, ¿dónde estás? ¿Por qué no, pensando en el bien común y no en los réditos partidistas electorales, la burocracia del más alto nivel actual no pone al servicio de la población angustiada una PNC libre –en lo posible– de los riesgos de vivir donde viven muchos de sus miembros en la actualidad? ¿Por qué no, en lugar de desperdiciar millones de recursos que dicen no tener entregándoselos a una Fuerza Armada ineficaz en materia de seguridad ciudadana, mejor invierten en construir una “Ciudad Policía”?  Solo una PNC cuyo personal –todo y no solo el de arriba– se sienta y esté realmente seguro, será capaz de garantizarles seguridad y tranquilidad a las mayorías populares de este sufrido país. 

“El mediocre –escribió alguien– ignora el justo medio, nunca hace un juicio sobre sí, desconoce la autocrítica, está condenado a permanecer en su módico refugio. El mediocre rechaza el diálogo, no se atreve a confrontar con el que piensa distinto. Es fundamentalmente inseguro y busca excusas que siempre se apoyan en la descalificación del otro. Se comunica mediante el monólogo y el aplauso. Esta actitud lo encierra en la convicción de que él posee la verdad, la luz, y su adversario el error, la oscuridad. Los que piensan y actúan así integran una comunidad enferma y, más grave aún, la dirigen o pretenden hacerlo. El mediocre no logra liberarse de sus resentimientos, viejísimo problema que siempre desnaturaliza a la justicia. Se siente libre de culpa y serena su conciencia si disposiciones legales lo liberan de las sanciones por las faltas que cometió. La impunidad lo tranquiliza”.


Y sigue: “Siempre hay mediocres, son perennes. Lo que varía es su prestigio y su influencia. Cuando se reemplaza lo cualitativo por lo conveniente, el rebelde es igual al lacayo porque los valores se acomodan a las circunstancias. Hay más presencias personales que proyectos. La declinación de la ‘educación’ y su confusión con ‘enseñanza’ permiten una sociedad sin ideales y sin cultura, lo que facilita la existencia de políticos ignorantes y rapaces”. ¿Quién y cuándo escribió esto tan legítimo y vigente? José Ingenieros, en 1913. ¿Le sirve este texto al país para darse cuenta de su problema y para reaccionar con indignación y acción? ¡Ojalá!

lunes, 13 de julio de 2015

Bola al centro. Radio 102.9

Roberto Cañas, Douglas Avilés y Benjamín Cuéllar analizaron la viabilidad de que el Ejecutivo imponga un nuevo impuesto para financiar la Seguridad Pública; teniendo como contexto el freno a los 900 millones de dólares en bonos, de los cuales 100 millones estaban destinados a este rubro. Escuche la entrevista en http://102nueve.com/p/33901

lunes, 6 de julio de 2015

SANGRE EN LA CANCHA

Hay quienes sostienen que fue en 1939. Sin embargo, en la efemérides diaria publicada el 19 de marzo de 1940, La Prensa Gráfica reseñó la finalización del torneo de fútbol de primera división en el país; según el dato publicado, el campeón fue el “Club Deportivo 33” venciendo al que –en la nota periodística– era calificado como “su más formidable enemigo”: el legendario “Quequeisque” tecleño. Tiempos aquellos de un balompié nacional que ya contaba con una sede respetable: el “Flor Blanca”, desde su inauguración en 1935  para albergar la tercera edición de los Juegos Deportivos Centroamericanos y del Caribe. El 26 de abril –a poco más de un mes de la coronación del “33”– se aprobaron los estatutos de la Federación salvadoreña del “deporte rey”. Catorce años después, durante la séptima ocasión en que se celebró la referida competencia regional, la selección cuscatleca se vistió de gloria al superar a su par mexicano en su propia tierra.

Más de alguna persona se preguntará qué tiene que ver lo anterior con la actualidad del país. En realidad, nada. Solo que, casualidades de la vida y la historia, a setenta y cinco años de distancia del campeonato logrado por el “33”, al final de julio del 2015 eran treinta y tres las víctimas mortales entre el personal policial. Quizás sea forzada la otra coincidencia, pero el mencionado club perteneció a la Policía Nacional; era parte de ese cuerpo represivo mal llamado de “seguridad”, que desapareció después del fin de la guerra debido a los compromisos establecidos en los acuerdos firmados por el entonces Gobierno –presidido por el partido ARENA– y la entonces guerrilla del FMLN.

A las anteriores, hay que agregar trece muertes más; no de policías sino de militares, por tenerlos haciendo lo que no pueden ni deben hacer en un escenario terrible, angustiante y estremecedor. A diario o bastante seguido se reportan enfrentamientos armados entre fuerzas gubernamentales y delincuenciales; “eliminación” de integrantes de maras, mujeres y hombres, sobre todo adolescentes y jóvenes; niñas violadas y ejecutadas con saña; feminicidios y crímenes de odio por homofobia; incautación de armas cuyo uso legal es exclusivo de la Fuerza Armada, con el agravante de que no pocas provienen del arsenal castrense; amenazas cumplidas o no en perjuicio del estudiantado y el magisterio; onerosas extorsiones pagadas, acompañadas de ejecuciones de la víctima que se rebela y no paga; redadas masivas, inútiles y hasta contraproducentes en territorios donde la condición de pobreza es criminalizada.

Eso y más, es la realidad cotidiana que abate a las mayorías populares de un país donde ejecutaron a su pastor y profeta, para que treinta y cinco años después del magnicidio permanezca pétrea la impunidad que cobija a sus autores materiales, intelectuales y financieros. El ahora mártir rechazó, en enero de 1979, la protección que le ofreció el general Carlos Humberto Romero. Agradeció la propuesta del presidente impuesto; pero luego, el cuarto arzobispo de San Salvador, dijo que por encima de su seguridad personal prefería “seguridad y tranquilidad para ciento ocho familias” que buscaban a sus parientes desaparecidos por la fuerza; seguridad “para todos los que sufren”, sentenció.

Y al día de hoy, más de siete lustros a la distancia, también se cuentan entre quienes sufren a las personas que –por ser parte de la Policía Nacional Civil (PNC) y por mandato constitucional–  deben preservar la paz, la tranquilidad, el orden y la seguridad pública en el campo y las ciudades de El Salvador, con estricto apego al respeto de los derechos humanos bajo la dirección y el mando de autoridades civiles. Menuda tarea en tan escabroso entorno. Quienes cargan en sus espaldas la protección de la población, hoy están desprotegidas recibiendo en sus pechos y espaldas, en sus rostros y el resto de sus humanidades las balas que están segando sus vidas. Con seguridad, para las y los policías de “a pie” sobre todo –el nivel básico de la institución– monseñor Romero estaría pidiendo la seguridad que no tienen.

Fuera de las muertes de delincuentes reales en verdaderos enfrentamientos con la fuerza coercitiva legalmente establecida –las de los enfrentamientos entre la PNC y las maras u otras expresiones del crimen organizado, no en el accionar de los “escuadrones de la muerte” contemporáneos– al resto de víctimas fatales, incluidas policías, además de la violación de su derecho a la vida también les violan sus derechos a la integridad física y a la seguridad personal. Y violan, además, derechos de sus familias; esto incrementa tanto la cantidad como la calidad de la barbarie actual.

Y su responsabilidad es, en parte, estatal; la principal, sin equívoco, es de los maleantes. Pero también el Estado tiene “vela en este entierro”, entre tantos sepelios a diario en este país. Pero ojo: no se trata únicamente del Ejecutivo; hay que incluir los otros órganos de Gobierno –el Legislativo y el Judicial– y otras entidades de un sistema de injusticia entronizado en el país desde siempre, como en el caso de la Fiscalía General de la República. Y no se trata solo del presente sino también del pasado. ¿Por qué hay que responsabilizar al Estado? Por no esclarecer los hechos del todo ni sancionar a todos sus responsables, lo que genera y acumula una gran deuda al incumplir su deber de brindar protección judicial a las víctimas; también por no garantizar protección especial –resguardo positivo, dicen– a quienes sufren una situación específica de vulnerabilidad, al no diseñar estrategias e impulsar programas consistentes que prevean el riesgo y eviten la consumación de actos criminales.
                                                               
Como ocurre varias veces, a veces en demasía, no faltará quien diga: “Este solo crítica y no propone”. Pues entonces, a esas “ecuánimes” expresiones discordantes y a quien quiera, ahí les va la invitación. Que las víctimas del luto y el dolor de antes, durante y después de la pasada guerra se convoquen entre sí para exigirle a los dos “enemigos” eternos –sabiendo que es culpa de todos los gobiernos que han manejado a su antojo el país desde antes de la guerra, durante la misma y después– que se pongan serios. Que el uno y el otro se unan al menos en una cruzada: alcanzar y mantener la tranquilidad entre la población que siempre ha navegado entre los tumbos de la exclusión, la violencia, la migración, la impunidad y la migración. Que sean serios ese par y acuerden –como lo hicieron antes y no cumplieron después– caminar hacia la paz, pero ahora sin impedir y desdeñar la verdad y la justicia para las víctimas. Que se “pongan las pilas”; si no, que suelten la lámpara entera para que la agarren quienes si pueden alumbrar y dirigir bien ese postergado y ansiado trayecto.

“Ponerse las pilas”. Y eso, ¿qué es? Es, sin más adornos, prevención a tiempo y no cuando “ya para qué”; inteligencia y contrainteligencia productivas y certeras; investigaciones y pruebas sólidas con criterio –no “criteriadas”– e irrefutables en sede judicial; represión “con todo” a las “cabezas” de la bestia criminal, no solo a “las patas”; readaptación real que corrija, eduque y habilite para el trabajo; inserción productiva auténtica; “mimar” y cuidar a quienes funcionan bien en la administración pública, para hacer una barrida de quienes andan mal; tener claro cómo están las instituciones en sus robusteces y raquitismos, frente a las acechanzas y viabilidades; difundir con amplitud los triunfos ciudadanos contra la impunidad y el escarnio; desarmar la sociedad, que no significa desmontar una organización y una movilización inexistentes hoy por hoy, sino recoger todas las armas de fuego legales e ilegales en manos de quien no debe y que no sirven más que para matar vidas e ilusiones. Por último, acariciar a las víctimas; hay que protegerlas de quienes las quieren dañar, brindarles asistencia –legal, médica y psicológica, al menos– y entregándoles lo que legítimamente les corresponde: a sus familiares que desaparecieron junto a la verdad, la justicia y la reparación integral que tampoco aparecen.


El fútbol guanaco ha sufrido –antes, durante y después de la guerra– por la indolencia de sus jugadores, la corrupción de sus dirigentes, la guerra y la mañosa impunidad prevaleciente. Por eso, no levanta cabeza, al igual que el país. Así como el Club Deportivo “33” sangró y sudó en la cancha hace setenta y cinco años para ganarle la partida al Quequeisque y ser el campeón, en este 2015 son treinta y tres policías –mujeres y hombres– quienes  sudaron y ensangrentaron el suelo patrio en el cumplimiento de su deber. Honor para estas vidas inmoladas; castigo para los asesinos y deshonra para quienes no les garantizaron su seguridad.

Del “muertómetro” nacional y sus “explicaciones” oficiales

Entre 1995 y 1997, la media anual de muertes violentas en El Salvador fue de 7,211 víctimas. Las fuentes de donde sale ese dato no son ni las fuerzas opositoras interesadas en criticar al Gobierno de turno –el de Armando Calderón Sol– ni los medios que, al contrario y en su mayoría, su primordial interés era piropearlo. “Genera preocupación especial los altísimos niveles de homicidios dolosos, los cuales han mantenido una cifra promedio de 7,211 por año entre 1975 y 1977”. Esa fue la formulación espeluznante que apareció en los primeros párrafos del “Diagnóstico de las instituciones del ramo de Seguridad Pública”, que fue publicado en febrero de 1998 por el Consejo Nacional de Seguridad Pública; dicho ente estaba encabezado por Hugo Barrera, ministro de esa cartera estatal en la época y dirigente histórico del partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA). Esa terrible cifra no era pues, de ninguna forma, fruto de confabulaciones partidistas o periodísticas.

Según el Observatorio Centroamericano sobre Violencia, en 1993 y 1994 las tasas de asesinatos fueron –respectivamente– de ciento cuarenta y ciento sesenta por cada cien mil habitantes. En ese par de años del inicio de la posguerra, las víctimas mortales de manera intencional fueron más nutridas que las registradas después. De 1999 al 2003 la tendencia bajó de sopetón; el promedio anual en ese lustro fue de 2,344. ¿Se trató de otra “tregua” no descubierta por el periodismo investigativo? Pareciera que sí. Pero los intereses electoreros del entonces presidente Francisco Flores –hoy acusado como “alto corrupto”– y de su partido, dispararon la tendencia a partir del 2003. ¿Cómo? A finales de julio, Flores señaló a las maras como el “enemigo” que solo ARENA podría derrotar. Y les declaró la “guerra”.

“Este día 23 de julio –anunció al país en pleno “show” bien montado– he instruido a la Policía Nacional Civil y la Fuerza Armada a que conjuntamente rescaten estos territorios y pongan bajo las rejas a los líderes de estas pandillas”. “Esta operación que se llama ‘mano dura’ –siguió el ahora imputado– busca la desarticulación de las pandillas y la encarcelación de sus miembros. Estoy consciente que esto no será suficiente para erradicar las maras. Sin embargo estoy convencido que esta actitud pasiva, protectora de los delincuentes que ha generado una serie de leyes que no protegen a los ciudadanos, debe terminar”.

¡Qué determinación, Dios mío! Nunca antes, mandatario alguno había tenido los “arrestos” que Flores presumía al afirmar lo anterior y lo siguiente: “En algún momento tenemos que trazar la línea de los que creemos en la seguridad de los ciudadanos y los que favorecen con argumentos de todo tipo a los delincuentes. Este es el momento. En esta batalla frontal contra la delincuencia haremos uso de todos los medios legítimos, incluyendo aquellas medidas excepcionales contempladas por la Constitución”. Igual que el de su dizque “amigo” George Bush, lanzado para conseguir aliados e invadir Irak en marzo del 2003, en el fondo el mensaje de Flores era: “O estás con nosotros o estás con los terroristas”.

Estando ARENA de capa caída frente a los comicios presidenciales del 2004, tras su derrota en las contiendas municipales y legislativa dos meses antes, algo tenía que hacer Flores para seguir controlando el Ejecutivo. Y lo hizo pasando de la primera versión de la “tregua” a la “mano dura”, sin importar el costo humano de una población desprotegida y cada vez más afligida. ¿Qué consiguió? ¿Se terminó a las maras? ¡Para nada! Lo que se le vino encima a la “gente de a pie” fue un aumento tétrico de muertes y otras formas de violencia, que solo paró y bajó con la otra “tregua”: la de marzo del 2012, ya con el Gobierno que desde la izquierda del teatro ofreció “cambio” y el nacimiento de la “esperanza”. Finalizada esta segunda versión –la de Mauricio Funes– que con la de Flores no fueron más que amnistías disfrazadas, la ola de violencia fatal se volvió a incrementar a mediados del 2013 y no se ha detenido el alza hasta la fecha. Veinte homicidios diarios o más, han hecho que la población en condiciones de mayor vulnerabilidad se encuentre –hoy por hoy– en la más terrible, angustiante y desesperada desesperación. Y lo peor: sin esperanza.

Quienes sin importar el color del partido se la prometieron de una u otra forma para conseguir sus votos después de la guerra, no le cumplieron. Eso, además de irresponsable, es terrible y del todo condenable. Eso no es más que la muerte a pausas de la poquita fe que se tenía o que aún pueda tenerse en quienes, con una mano u otra, juraron cumplir y hacer cumplir la Constitución que –en su primer artículo– “reconoce a la persona humana como el origen y el fin de la actividad del Estado, que está organizado para la consecución de la justicia, de la seguridad jurídica y del bien común”.

¡El bien común! ¿Cuál? Si las consideradas por Ellacuría como “mayorías populares”, se rebuscan día a día para no hundirse del todo en el inmenso mar del “mal común” en el que –desde hace décadas entre aquella guerra y esta “paz”– flotan a la deriva. Más allá del “clientelismo político” ambidiestro, diestro y siniestro, es mucha la gente que ya no le cree a quienes dicen representarla. Más cuando el “segundo de a bordo” asegura que este año “será difícil” controlar las muertes violentas, mientras el “capitán” del barco afirma que solo cincuenta municipios han tocado fondo; el resto, navega sereno en las aguas de “Disneylandia”. Sin embargo, quizás en un extraordinario acto de resignación, las personas reniegan a solas o en familia, con el vecindario, en el trabajo o donde sea. Pero no pasan de su legítima indignación ante lo que lacera su calidad de vida, a la necesaria acción para cambiarle el rumbo al país.     

Una argumentación rigurosa, con pruebas de lo que se afirma oficialmente para explicar estos vaivenes sangrientos que han marcado al “ejemplar” El Salvador de la posguerra, quizás nadie la tenga pues –como se ha visto y sufrido− las partes que hicieron la guerra y después condujeron el país por el “camino de la paz” han sido exitosamente irresponsables. En el marco de un ambiente tenso y de una permanente descalificación entre los principales protagonistas político-partidistas, como el que ha prevalecido a lo largo de veintitrés años tras aquel cese al fuego, resulta muy aventurado que uno de estos presuma poseer la verdad real en esta materia; pero no lo es, el asegurar que ambos le han mentido al país o no le han dicho la verdad completa.

El 18 de marzo de 1993, siendo presidente, Alfredo Cristiani “encadenó” los medios para que en El Salvador y el mundo se escuchara su posición ante la inminente presentación pública –dos días después– del informe de la Comisión de la Verdad. Entre otras cosas, se atrevió a dejar sentado lo “importante” que era “borrar, eliminar y olvidar la totalidad del pasado”. “Por eso –agregó– volvemos a reiterar un llamado a todas las fuerzas del país, a que se debe apoyar una amnistía general y absoluta, para pasar de esa página dolorosa de nuestra historia y buscar ese mejor futuro para nuestro país”.

¿Cuál mejor futuro? ¿El del “adiós a las armas”? ¿El del disfrute de una vida ciertamente tranquila, en  todos los municipios del país? ¿El de no tener que arriesgar la vida migrando para salvarla? Veintitrés años después de haber apagado aquel incendio, el presente del país está ardiendo en medio de tres fuegos: la guerra entre maras, la guerra contra las maras y la guerra de las maras contra la población. La posterior y enorme “cuenta nueva” de muertes vioelntas, en buena medida tiene que ver con el “borrón” de culpas que se recetaron los responsables de las mismas prácticas criminales. Ahora las censuran, pero antes las “justificaban” en nombre de la “liberación nacional” o de la “defensa del sistema democrático”. ¿Seguirán siendo esas las dos únicas opciones para conducir el barco llamado El Salvador al buen puerto de la paz, con justicia y respeto de los derechos humanos?


Posdata: El último repunte de asesinatos arrancó en el 2013, tras la segunda “tregua”. La Sala de lo Constitucional acaba de frenar, temporalmente, la emisión de bonos por novecientos millones de dólares que serían destinados –entre otros– al rubro de la seguridad pública. ¿Es la Sala responsable del aumento del dolor y el luto nacional?