viernes, 26 de junio de 2015

El Salvador, de antología… para mal

Benjamín Cuéllar


Durante los primeros días de junio, hubo que presentar en Brasilia el caso salvadoreño en un evento organizado por la Red latinoamericana de justicia transicional. “Contra la impunidad y el olvido: justicia y archivos”. Así se llamó el mismo. Había que responder un cuestionario para contribuir a establecer, en lo posible, una visión aproximada de lo que se está realizando al respecto en buena parte de la región; también  para exponer de viva voz la situación de cada país incluido en el estudio. Pero a la hora de contestar las preguntas formuladas desde lo que ha ocurrido en el país, pasados veintitrés años desde el fin de la guerra, uno siempre lo hace con una mezcla de indignación y rabia; pero, sobre todo, con un gran dolor y tamaña vergüenza pensando en las víctimas a las que ningún gobierno de la posguerra –ninguno– ha reivindicado sus derechos a la verdad, la justicia y la reparación integral.

Sobre la responsabilidad penal, las preguntas iniciales eran estas: ¿Hubo concesión de amnistía, indulto o cualquier otro modo de extinción de punibilidad, de los agentes responsables por las graves violaciones de derechos humanos cometidas? ¿Por cuales medios? ¿Cuál fue el tipo de amnistía? Pues sí, sí la hubo. No había más que decir. Cómo no hubiese preferido asegurar que esa barbaridad normativa, aunque existió, ya estaba derogada. Pero no, sigue vigente veintidós años después ese decreto, aprobado por la Asamblea Legislativa de manera inconsulta, incondicional, amplia y violatoria de todos los estándares internacionales de derechos humanos habidos y por haber. Por esta y por muchas razones más, el parlamento nacional históricamente ha dado y sigue dando mucho de qué hablar… pero para mal.


El interés de las encargadas del estudio, al existir y mantenerse la amnistía, apuntaba a saber si había sido limitada de forma interpretativa. Afirmativo. La ahora más famosa de las cuatro salas que integran la Corte Suprema de Justicia emitió, el 26 de septiembre del 2000, una sentencia. Hoy querida y odiada, sus integrantes de hace casi década y media resolvieron que era constitucional; pero determinaron que solo debía aplicarse, cuando no se hubieran violado los derechos humanos fundamentales de las víctimas de antes y durante la guerra; tanto de quienes lo fueron directamente, como de sus familiares también víctimas. Esos derechos son los que contempla el segundo artículo de la Carta Magna.

También estableció que no se debía aplicar a los responsables de los crímenes, cuando los hubieran cometido siendo funcionarios durante el período presidencial en que se decretó esa amnistía, en virtud del artículo 244 constitucional. Así, pues, la Sala de la época descartó que se auto recetaran esa “gracia” –entre otros personajes– los miembros del alto mando castrense durante el Gobierno de Alfredo Cristiani. Sobre esa base, entonces, cada juez debía decidir si la otorgaba o no en cada caso. Pese a ello, según el Comité de Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas (ONU), ese “precedente judicial” no tuvo “como consecuencia, en la práctica, la reapertura de investigaciones por estos graves hechos”. Como dicen por ahí: “¡Por gusto!”.

De todo el universo de atrocidades que se cometieron, entonces, han sido muy pocas las denuncias. Y de esa escasa demanda, solo se declaró inaplicable la amnistía para los autores intelectuales de la masacre en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA). Al surgir la oportunidad, se exigió a la Fiscalía General de la República investigarlos, juzgarlos y sancionarlos. Tan legítima iniciativa no progresó pues las autoridades fiscales y judiciales conspiraron para mantenerlos protegidos. De la audiencia inicial no pasó a más pues la juez, aunque no los amnistió, determinó ilegalmente que la acción penal para perseguir esos crímenes había prescrito. El “proceso judicial” contra los autores materiales en 1990 y 1991, así como el intento que culminó con la citada audiencia inicial, no fueron más que tremendos fraudes propios de un sistema fraudulento. Por eso, este caso está en la Audiencia Nacional de España desde el 2008.

Así las cosas, a la hora de la verdad, la amnistía no se ha superado ni siquiera con la interpretación constitucional de hace quince años. Sigue siendo obstáculo pese a que la Corte Interamericana de Derechos Humanos mandó al Estado –en el caso de la masacre en El Mozote y los cantones aledaños– “abstenerse de recurrir a figuras como la amnistía, la prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad, así como medidas que pretendan impedir la persecución penal o suprimir los efectos de la sentencia condenatoria”. Tal decisión del tribunal regional no ha contribuido entonces, desde el 2012 a la fecha, a superar la impunidad en el país. Dicha Corte ya había emitido otros fallos que, de igual forma, no empujaron los cambios internos; deplorablemente, han sido irrelevantes en la modificación para bien del sistema interno en su conjunto, salvo “rarezas” tales como el actuar de la actual Sala de lo Constitucional y de una reducida cifra de integrantes de la judicatura.


Las pocas causas en sede judicial, caminan “a paso de tortuga”… cuando caminan. La mayoría de las demandas, que en serio no son muchas, se estancan en una Fiscalía General que –desde las reformas constitucionales producto de los acuerdos para superar la guerra y hasta el 2010– mantuvo el monopolio de la acción penal. Su desidia o, de plano, su negativa a investigar en aras de eternizar la impunidad, situaba en palmario detrimento y peor desamparo a las víctimas. Por ello, la Sala de lo Constitucional determinó, en el 2010,  regular la figura “del querellante adhesivo a fin (de) que pudiera autónomamente –es decir, ya no de forma complementaria– iniciar y proseguir una persecución penal en aquellos casos en que la autoridad respectiva –por desinterés o cualquier otro motivo– no quiera penalmente investigar o no quiera proseguir con el proceso penal”.

Pero por falta de información o de recursos económicos, este cambio tampoco ha influido en favor de las víctimas para hacer de lado el manto de impunidad que cubre a los perpetradores. Así, pues, sigue sin pronunciarse una tan sola condena. A los dos obstáculos anteriores, amnistía y prescripción arbitrariamente argumentadas, se debe agregar un hecho poco estimulante: activada la querella adhesiva, la investigación siempre quedaría en manos del ente que se ha encargado, antes de y durante toda la posguerra, de ser el muro de contención para investigar. Léase, la mentada Fiscalía General. 


Ese es el escenario de la “paz” sin justicia en El Salvador. Es la realidad de un país que se ofrece al mundo –se ofrecía, más bien– como ejemplo de democratización, basada en el respeto irrestricto de los derechos humanos. Nada más falso. Acá hubo una matanza en 1932 que quedó en la impunidad, asegurada por una amnistía para sus autores; igual pasó, después de la guerra, en 1993. Y sobre la impunidad se instalan –para favorecerse– los delincuentes genocidas, corruptos y traficantes de lo ilícito que tienen arrodillado al país. Vista la historia y de no corregir el rumbo, ese país acorralado por la violencia y la exclusión va directo a otro estallido. ¿Quiénes deben darle la vuelta, con todo, al timón nacional? La “clase media”, las mayorías populares y toda persona medianamente demócrata, pero del todo indignada y dispuesta a la acción. La “clase política”, escasa de casta, ya demostró que no.


viernes, 19 de junio de 2015

De la indignación a la acción

Benjamín Cuéllar
Escrito el 06 de junio de 2015

Guatemala está en pie de lucha. Más bien, la gente decente en Guatemala está luchando de pie y contra la pared, acorralado y sin saber qué hacer, a un presidente espurio por su pasado y su presente. Su Gobierno ya se cayó en pedazos y del mismo solo queda él, agarrado al puesto con uñas y dientes. Quién sabe si finalice su mandato en enero del 2016; todo apunta a que no lo logrará. Pero eso no es obra de la casualidad; es, por el contrario, fruto de la causalidad. No es casual que esté pasando; hay causas que han producido tal efecto y esa dinámica social debería ser motivo de alegría, esperanza y puesta en acción entre los pueblos vecinos dentro del tan sangrante y doliente territorio mesoamericano.

A la distancia, pero desde una perspectiva de la historia chapina a partir de la década de 1980 y hasta la actualidad, entre esas causas se pueden considerar al menos dos: lo que fue la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca –la desaparecida URNG– y lo que es  la Comisión internacional contra la impunidad en Guatemala, la importante y vigente CICIG.

Cabe preguntar el porqué de ello, para responder con el debido respeto y el aventurado atrevimiento de opinar sobre lo que uno no conoce de primera mano. Pero, desde mi modesta opinión, se debe considerar que la agrupación guerrillera de ese país nunca llegó a tener el poder militar y político interno que tuvo su equivalente en El Salvador: el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Quizás sí tuvo mayor desarrollo e impacto diplomáticos pero, a final de cuentas, dentro de Guatemala la URNG no desplazó ni postergó el rol protagónico del movimiento social en la lucha por hacer valer sus derechos.

De ahí que, después del conflicto chapín, las demandas sociales no solo las discuten otros en un Congreso donde no hay fracción parlamentaria de la exguerrilla, sino que la gente las pelea en las calles. Por eso, lo que ahora está ocurriendo allá no es nuevo aunque sí de una mayor dimensión cuantitativa y cualitativa.

La segunda causa es, a mi modo de ver, el trabajo de la CICIG. Para explicar porqué esta entidad foránea ha sido un factor determinante en el desencadenamiento de la actual coyuntura guatemalteca, es válido recordar lo que siempre he sostenido: que los males que aturden la vida diaria de las mayorías populares en el “triángulo norte” centroamericano, tienen a la base una impunidad arraigada. Además, siempre he dicho que para enfrentarla con la seria intención de erradicarla y no solo para hacer la pantomima –sobre todo en campaña electoral– se requiere contar con recursos y capacidades que se tienen o si no se consiguen; además, con voluntad que –aunque no sea cierto– funcionarios y políticos de la diestra y la siniestra siempre declaran. Pero lo que no se puede conseguir si no se tiene ni declarar falsamente, porque los hechos hablan por sí mismos, es la valentía para tocar lo intocable.

Esta última se tiene o no se tiene. No hay vuelta de hoja. Y si no la tienen las “autoridades” estatales que deberían tenerla y si –por el contrario– dichas “autoridades” son parte de lo que se debe enfrentar a la hora de combatir frontalmente la impunidad, es la indignación de la gente la que debe estallar para pasar a la acción creativa y sin cuartel. Así las cosas, teniendo en el hermano país una ciudadanía más activa en la defensa de sus derechos, quizás no del todo organizada pero tampoco del todo “oegenizada”, eso que está ocurriendo no es raro. Lo que llama la atención, despierta admiración y debería generar inspiración, es su tamaño.

Y no cabe duda, al menos a mí, que la CICIG es en buena medida responsable de eso que está pasando. Más allá de las críticas que se le puedan y deban hacer a su labor, nada es perfecto solo los perfectos idiotas, la CICIG desnudó la bestial corrupción del actual Gobierno chapín y con ello provocó la indignación social que, por el descaro de los hechos y el hartazgo de la gente ante los mismos, desembocó en un multitudinario movimiento social lleno de imaginación que –traducido en una acción sostenida– tiene con un pie en la tumba política y el otro en una cáscara de plátano, a un violador de derechos humanos convertido en presidente de la República más que por los caprichos del destino, por el dinero de sus padrinos. La CICIG era necesaria para ello y para hacer valer el himno guatemalteco cuando le canta a la patria que sus “hijos valientes y altivos, que veneran la paz cual presea, nunca esquivan la ruda pelea si defienden su tierra y su hogar”. Eso es lo que está pasando.  

Vista esa experiencia, acá en El Salvador parece que estamos a años luz de la misma. Mucha es la gente, aún, que sigue hipotecando sus esperanzas de cambio en “el partido” y no se decide a asumir el papel que le corresponde. Van veintitrés años del fin de la guerra entre los que ahora se agarran de los pelos en la Asamblea Legislativa y luego, al salir del “salón azul”, solo son risas en sus pasillos o brindis en las recepciones. Veintitrés años y el pueblo salvadoreño no sale de la cárcava en que permanece, por sus graves y cotidianos agobios que son –fundamentalmente– la delincuencia, la inseguridad y la violencia junto a la falta de oportunidades para su decente y digno desarrollo humano individual y colectivo. Agobios históricos y crecientes, sobre todo por una principal razón: la impunidad.

El secretario general de la Organización de las Naciones Unidas, luego de su visita a esta tierra el 16 de enero del presente año en el marco de otros aniversario del “adiós  a las armas”, escribió lo siguiente: “Los artículos de prensa acerca del acto de conmemoración del aniversario compitieron con titulares sobre el número de asesinatos registrados en El Salvador, que había llegado a veintidós víctimas en un solo día. Eso equivaldría a 1,050 homicidios en los Estados Unidos en tan solo 24 horas. Lamentablemente, para algunos países de Centroamérica, esta es su realidad cotidiana. Los países de la región, especialmente del Triángulo Norte […] están sometidos a la amenaza de la violencia armada impuesta por la delincuencia organizada transnacional, las pandillas y el tráfico de drogas [...] Hoy en día, la región registra los índices de homicidios más altos del mundo. Desde el final de la guerra civil han muerto casi tantos salvadoreños como los que perdieron la vida durante el conflicto”.

Si eso es así, mi estimado don Ban, ¿por qué solo en Guatemala ha instalado la ONU un equipo profesional capaz de lograr resultados al combatir la impunidad? ¿Por qué, si el otro par está igual o peor? No le caería mal, tanto a Honduras como a El Salvador, hacer extensiva una iniciativa similar para descobijar también en ambos países la corrupción rampante.

Hoy hay indignación mediática por el número de asesores y los sueldos que cobran en la Asamblea Legislativa guanaca. Pero eso es solo una “pringuita” en el mar de pudrición donde chapalean quienes, al cometer delitos no reciben el debido castigo. Tan fácil sería resolver eso si por reglamento o ley se estableciera un par de asesores, no solo letrados sino especialistas en la materia, para apoyar el trabajo de las distintas comisiones parlamentarias. Se gastaría menos dinero en salarios y se ganaría más en calidad de resultados. Si eso indigna, imaginemos qué pasaría si se destapara del todo la cloaca y se metieran a la cárcel unos cuantos “peces gordos”  



Para finalizar, se me olvidaba algo importante de lo que está ocurriendo en Guatemala: hay nuevos liderazgos. Mientras la Menchú anda cobrando caro por hacer el ridículo político en México, las protestas en su país las encabeza una juventud que sabe lo que quiere y lucha por ello sin venderse al mejor postor. Es necesario en El Salvador, pues, que nos olvidemos del “pueden” y volvamos al “podemos” de la década de 1970, que la cooperación internacional contribuya en serio a combatir y superar la impunidad, y que surjan nuevos protagonismos políticos, frescos y llenos de imaginación. Solo así tendrá sustento entonar la primera estrofa del coro del himno nacional.





¿A qué horas, pues?

Benjamín Cuéllar


En Guatemala será sometido a un histórico antejuicio quien, en el colmo de los colmos, llegó a ser y aún es presidente de la República contra viento y marea. Se trata de un general que participó en el conflicto interno jugando un destacado rol en el marco de las atrocidades que, en una supuesta cruzada por la democracia y la libertad, se cometieron en ese sufrido país. En Honduras son miles y miles las personas indignadas que, al igual que en la anterior comarca, salen a las calles y no paran de salir a protestar exigiendo también la renuncia de un presidente corrupto que –sin empacho alguno– ha reconocido que su partido recibió dinero sucio para financiar su campaña proselitista. Poco, dice él. Pero, poco o mucho, corrupción es corrupción que no admite excusas tales como las que ocupan algunos cuando dicen que “los otros también lo hacían y nadie decía nada”. Y en México, las candidaturas independientes comienzan a ser una alternativa real en medio del asco que le provoca a su población la politiquería tradicional.

Ese es el esperanzador panorama en la mayor parte de la “Confederación hambrienta, violenta e impune del triángulo norte centroamericano y conexo”. Un escenario de rebeldía creativa, llena de imaginación y viva; un cuadro de indignación en las “redes sociales” y de acción en el campo y las ciudades. Rebeldía que no gira alrededor de mesianismos desde las alturas, sino que se mueve y hace temblar esas tierras desde donde debe ser: allá en las llanuras.

Pero en ese bregar que alienta, orienta y revienta de optimismo, falta la gente de un país que también se está hundiendo en las mismas aguas turbulentas de la violencia, la exclusión, la corrupción y la ilegalidad; esas que tienen en pie de lucha y con ánimo de salvación a las poblaciones chapina, catracha y mexicana. Falta la guanaca, pues, y aún no se vislumbran señales que anuncien un nuevo despertar bravío de este pueblo que generó –por encima de cualquier otra experiencia en América Latina– la insurgencia más célebre en lo militar y lo político.


Lástima que ahora, mientras algunos de sus antiguos mandos que quizás nunca combatieron disfrutan el “descanso del guerrero”, la mayoría de sus antiguos combatientes libran una nueva batalla: la de vivir y sobrevivir en la “paz” que –pactada por sus jefes con el “enemigo”–  nunca han disfrutado. Lo que les ha tocado como “recompensa” es el debatirse en ese afán, en el marco de otra guerras: entre maras, contra maras y de las maras en su contra; tres guerras populares, porque es el pueblo quien las sufre, y ya bastante prolongadas.

Cuando se pregunta porqué está sucediendo eso, la respuesta que se puede aventurar con base en la experiencia de casi cinco lustros es la siguiente: fuera de las cúpulas politiqueras y las de otras expresiones de poder en el país –sobre todo las económicas, las mediáticas y la militar– la población en general nunca tuvo oportunidades reales de una participación efectiva en la construcción del nuevo andamiaje institucional, para garantizarse una situación aceptable en lo que toca a la vigencia de sus derechos humanos a la seguridad, el  desarrollo y la justicia.

Todo quedó en manos de la derecha y la izquierda hechas partidos burócratas, tramposos y lejanos. Por lo tanto, a estas alturas la gente “común y corriente” –como se acostumbra decir– no ve ni siente como suyas a la Policía Nacional Civil y a la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, paridas por los acuerdos entre esos ahora siguen combatiendo pero en las urnas; tampoco la gente utilizó y utiliza de manera significativa los diferentes recursos que, en teoría, le ofrecen las entidades encargadas para resolver conflictos e impartir justicia.

¿De quién es la culpa? Pues, bien dice el dicho, “tanto peca el que mata la vaca como el que le agarra la pata”. Más o menos, eso resumiría con bastante tino lo que Romero –del cual ahora no hay quien hable mal– sostuvo en su homilía dominical del 9 de octubre de 1977. El ya beato, refiriéndose las “mayorías populares” de Ellacuría y a su rol protagónico en el cambio estructural para su beneficio, afirmó entonces lo siguiente:

“Las masas de miseria, dijeron los obispos en Medellín, son un pecado; una injusticia que clama al cielo. La marginación, el hambre, el analfabetismo, la desnutrición y tantas otras cosas miserables que se entran por todos los poros de nuestro ser, son consecuencias del pecado. Del pecado de aquellos que lo acumulan todo y no tienen para los demás; y también del pecado de los que no teniendo nada, no luchan por su promoción. Son conformistas, haraganes, no luchan por promoverse. Pero muchas veces no luchan, no por su culpa; es que hay una serie de condicionamientos, de estructuras, que no los dejan progresar. Es un conjunto, pues, de pecado mutuo”.


Esas “masas de miseria”, esas “mayorías populares” son las que estuvieron asoleándose en las calles del San Salvador de “arriba”, apuñadas para estar presentes en la beatificación del santo patrono de sus derechos humanos. En el “templete”, bajo la sombra y en la comodidad de sus sillas, estaban los “grupos de poder”, las “minorías privilegiadas” que –con una mano u otra– mantienen quieto y en silencio al pueblo crucificado con tres clavos: el del hambre, el de la sangre y el de la impunidad. Hasta en eso se ven las marcadas distancias y las profundas diferencias.

Entre los “condicionamientos” y las “estructuras” actuales para que eso ocurra, está esa que no existía en tiempos de Romero: la “partidocracia”, con los males que genera. Dos relacionados, hay que mencionar: el clientelismo y la apatía. El primero, dice el diccionario, es el “sistema de protección y amparo con que los poderosos patrocinan a quienes se acogen a ellos, a cambio de su sumisión y de sus servicios”. La segunda, según la misma herramienta básica, debe entenderse como la dejadez o la indolencia, la falta de vigor o de energía.


Y eso se debe, seguramente, a que parte de la población ha hecho una entrega total de su protagonismo pues piensa –elección tras elección– que las cosas las va a resolver su partido al ganarlas; también responde a que otra buena parte ya se dio por vencida, pensando que no vale la pena luchar pues las cosas “nunca van a cambiar”. Por eso no retumba El Salvador a diferencia de lo que pasa en en Guatemala y Hondura; por eso acá las candidaturas independientes no le hacen siquiera cosquillas a las dos aplanadoras electoreras, a diferencia de lo que empieza a ocurrir en México.

Ahora que todas y todos somos Romero, al menos eso se dice, hay que escuchar su palabra y ponerla en práctica. No hay que ser conformistas ni haraganes; hay que luchar para promover la transformación en serio. Elecciones no habrán hasta el 2018 y el 2019. Mientras tanto, la realidad nacional seguirá golpeando con saña y sin clemencia a las “masas de miseria”, a las “mayorías populares”. ¿Habrá que esperar hasta entonces para que los mismos partidos nos  vuelvan a prometer que “viene el cambio” y que “nace la esperanza”, que nos presuman de estar “más fuertes que nunca”, que nos ofrezcan “nuevas ideas” o que nos digan “súmate al futuro”? ¿Habrá que votar entonces por las mismas caras de siempre?


¿O habrá que dejar atrás todo eso que se ha vendido acá como solución por más de veinte años, para hacer lo que están haciendo nuestros vecinos desde hace unas semanas? Este país ya no aguanta más; pero quienes lo habitan y sufren sus males, solo se quejan entre sí cuando platican o a través de las “redes sociales”. Sin duda, para que las cosas cambien de verdad –por encima de los maquillajes que solo se quedan en la forma– se requiere mucho más que eso. Habrá que copiarle, entonces, a la indignación y la acción chapinas y catrachas. ¿A qué horas empezamos, pues


viernes, 5 de junio de 2015

¿Qué diría hoy?

Benjamín Cuéllar

“Ódiame por piedad yo te lo pido; ódiame sin medida ni clemencia… Odio quiero más que indiferencia, porque el rencor hiere menos que el olvido”. Así se escuchaba y se escucha cantar a Julio Jaramillo. Por eso, en parte, el recién “vaticanizado” como beato y quien más rápido ha sido canonizada por la gente –al menos según mi modesta opinión– no fue enviado a la desmemoria histórica nacional y universal. Pero también porque ya comenzó a treparse a los altares por amor, fruto del amor que se le profesa en el país y el mundo. Así que esa discusión sobre su sacrificio por odio o por amor, termina siendo bastante bizantina. Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez fue martirizado por ambas razones. Su fe lo hizo amar muchísimo a las víctimas y no hay amor más grande, dicen los evangelios, que el de aquel que da la vida por los demás. Y se amor generó mucho, muchísimo odio entre quienes lo mandaron a matar.

Por eso y más allá de eso, ahora que ya se fue el abundante gentío que acudió a este pedacito de tierra llamado El Salvador con motivo de la celebración oficial de la beatificación de quien –contrario a lo que se ha dicho– no fue ni de izquierda ni apologista de la violencia, vale la pena ponerse a imaginar qué hubiese dicho hace unos días en el marco la semana mundial de las personas detenidas y desaparecidas. Pero más que imaginar, mejor citar lo que él dijo en su momento al respecto.

La “cátedra de teología y realidad nacional” que dictó el primer día de diciembre de 1977 –eso eran sus homilías– la dedicó precisamente a estas víctimas. En las lecturas de ese domingo, el santo patrono de los derechos humanos ubicó la presencia de las familias torturadas por ese flagelo y así lo expresó; habló del “heroísmo de aquella madre del tiempo de los macabeos”. “Una denuncia valiente”, afirmó. “Y la presencia de una madre que llora a un desaparecido, es una presencia-denuncia; es una presencia que clama al cielo; es una presencia que reclama a gritos la presencia de su hijo desaparecido”. Pienso que eso diría hoy Romero por los desaparecidos de antes, durante y después de la guerra.


Más adelante, el 20 de agosto de 1978, se refirió a un informe profesional y valiente sobre la terrible realidad de esa práctica inhumana en El Salvador. Dicho documento fue elaborado entre otros por mi hermano Roberto junto a Florentín Meléndez y Boris Martínez, en esos años jóvenes estudiantes de Ciencias Jurídicas y pioneros en la defensa de los derechos humanos en el país y en América Latina desde el Socorro Jurídico Cristiano. Textualmente, Romero la denunció en los siguientes términos:

“No es política, hermanos, lo que ahora les voy a decir. En nuestro Arzobispado se ha elaborado un estudio muy minucioso sobre los desaparecidos. Son noventa y nueve casos, bien analizados. Allí está el nombre, la edad, dónde lo capturaron, qué recursos jurídicos se han hecho, cuántas veces esa madre ha llegado buscando a ese ser querido. Y soy testigo de la verdad de estos noventa y nueve casos. Y por eso tengo todo el derecho de preguntar, ¿dónde están? Y en nombre de la angustia de este pueblo decir: póngalos a la orden de un tribunal si están vivos y si lamentablemente ya los mataron los agentes de seguridad, dedúzcanse responsabilidades y sanciónese, sea quien sea. Ha matado. Tiene que pagar. Yo creo que la demanda es justa”.

Durante esa misma homilía, entre los que llamaba “hechos de la semana”, el pastor mártir también condenó la captura de dos profesores dirigentes de la Asociación Nacional de Educadores Salvadoreños –la mítica y hoy añorada ANDES 21 de junio– por las fuerzas represivas y criminales del régimen de esa época. “También –señaló el cuarto arzobispo de San Salvador– por informes fidedignos sabemos que ANDES busca la libertad de los señores Pedro Bran y Salvador Sánchez Cerén […]”. El primero, secretario general de la gremial magisterial, nunca volvió a aparecer; el segundo es el actual presidente de la República y le fue arrebatado al régimen y rescatado de sus ergástulas por los imberbes integrantes del Socorro Jurídico Cristiano.

Pero su amor por las víctimas, también causa de causa su martirio, y su defensa de las mismas –generadora de odios grotescos– no distinguían entre ricos y pobres, entre izquierdas y derechas, entre civiles y militares. En esa misma ocasión lamentó el secuestro  de Kjell Bjork, gerente general de la empresa Erickson, y las desapariciones del cafetalero salvadoreño Armando Monedero y de Fujio Matsumoto, japonés presidente de las Industrias Sintéticas de Centroamérica, empresa mejor conocida como INSINCA. El primero fue devuelto a su familia por la guerrilla y al segundo lo ejecutaron.

Igual, el 8 de octubre de ese mismo año, abogó por la reaparición del mayor y doctor Alfonso Castro Sam. Entonces dijo que la esposa de este oficial castrense le pidió, “en una carta muy sentida”, que transmitiera sobre todo a “quienes pueden dar una luz en esta oscuridad”. Y la leyó en parte: “Yo tengo fe, dice la señora, y con mis hijos esperamos el retorno de mi esposo sano y salvo. Si alguna persona tiene datos sobre él que me pueda proporcionar, le estaremos muy agradecidos. Y a usted –dirigiéndose a monseñor– también le agradecemos todo lo que pueda decir y hacer por esta familia acongojada”. “La Iglesia –finalizó el asunto Romero– sirve al dolor humano donde quiera que esté y así pedimos a todos, pues, la comprensión y la ayuda que sea posible”.


Era la voz de las víctimas, las que no tenían voz y las que –cuando se atrevían a hablar– las perseguían, las encarcelaban, las torturaban, las asesinaban y las desaparecían. Esa voz potente, por valiente y profética, también demandó lo que debía hacerse. “Queremos la paz. Pero una paz –aclaró– no de violencia, no de cementerios, no de imposición y de extorsión; una paz que sea fruto de la justicia, una paz que sea fruto de la obediencia a Dios que esperó de los hombres y los hombres le han dado asesinatos. Esperó justicia. Eso debía producir su viña. Lo humano y lo cristiano en El Salvador, debía haber producido mucha paz, mucho derecho, mucha justicia. Qué distinta sería la Patria si estuviera produciendo lo que Dios plantó, pero Dios se siente fracasado con ciertas sociedades”.

“Y yo creo –pasó a la denuncia– que la página de Isaías y de San Pablo en el domingo de hoy se hace triste realidad salvadoreña: ‘Esperé derecho, y allí tenéis, asesinatos; esperé justicia, y allí tenéis, lamentos’. No es sembrar aquí la discordia, simplemente es gritar al Dios que llora, el Dios que siente el lamento de su pueblo, porque hay mucho atropello; el Dios que siente el lamento de sus campesinos que no pueden dormir en sus casas, porque andan huyendo de noche; el lamento de los niños que claman por sus papás que han desaparecido. ¿Dónde están? No es eso lo que esperaba Dios, no es una patria salvadoreña como la que estamos viviendo lo que debía ser el fruto de una siembra de humanismo y de cristianismo”.

El 14 de enero de 1979, luego de agradecer al presidente de la República –el general Carlos Humberto Romero– que escuchara sus homilías, el pastor mártir  le rechazó al mandatario un ofrecimiento que le hizo. “Quiero decir también, que antes de mi seguridad personal, yo quisiera seguridad y tranquilidad para 108 familias y desaparecidos..., para todos los que sufren”.

Finalmente, no dejaría de estar reclamando la verdad en términos similares a los que utilizó el 17 de junio de 1979. Entonces afirmó lo siguiente: “Yo tengo fe, hermanos, que un día saldrán a la luz todas esas tinieblas y que tantos desaparecidos, y tantos asesinados, y tantos cadáveres sin identificar, y tantos secuestros que no se supo quien lo hizo, tendrán que salir a la luz, y entonces tal vez nos quedemos atónitos sabiendo quiénes fueron sus autores”.    

Casi con seguridad, pienso que eso diría hoy monseñor Romero. Y casi con seguridad, fruto de ese amor inmenso daría de nuevo la vida por sus semejantes que más sufren en la actualidad. Porque al día de hoy y por la impunidad protectora de un reducido grupo de criminales frente a la enorme cantidad de sus víctimas, desde que terminó la guerra no se dejó de seguir contando las víctimas de masacres, ejecuciones, detenciones ilegales, torturas y desapariciones forzadas. Ese pretendido “borrón” de lo deleznable, abrió esa luctuosa y dolorosa “cuenta nueva” que tiene al país hundido.



Después de aquella guerra, en esta violenta paz salvadoreña del siglo veintiuno, como habló el 25 de septiembre de 1977 Romero ciertamente y con toda certeza diría hoy: “Es necesario hacerse racional y atender la voz de Dios. Y organizar una sociedad más justa, más según el corazón de Dios. Todo lo demás son parches. Todo lo demás son represiones de momento. Los nombres de los asesinados irán cambiando, pero siempre habrá asesinados. Las violencias seguirán cambiando de nombre, pero habrá siempre violencia mientras no se cambie la raíz de donde están brotando como de una fuente fecunda todas esas cosas tan horrorosas de nuestro ambiente”.