lunes, 25 de mayo de 2015

Con los colochos hechos

Benjamín Cuéllar

El primer día de mayo de 1979, el Bloque Popular Revolucionario –el combativo BPR– salió a la calle a conmemorar a la clase trabajadora. Eran tiempos de sangre y muerte entre las mayorías populares, sobre todo, y en casi todo el territorio nacional. Pero también de lucha, a veces poco más o menos hasta suicida; pero, por lo general, necesariamente noble en esa época. Tal escenario doloroso y luctuoso, no disminuía la batalla por el cambio radical; al contrario, la incrementaba. No había de otra. En semejante entorno, aún no era el momento álgido de las grandes masacres; pero las detenciones ilegales y las desapariciones forzadas, sí estaban de moda y creciendo en número. Los tambores de guerra retumbaban fuerte en Nicaragua y en El Salvador comenzaban a sonar cada vez con más fuerza. Centroamérica se incendiaba con un fuego político militar abrasador y arrasador.

Eran tiempos insufribles para casi todo el mundo excluido y reprimido en la misma subregión de ahora: el “triángulo norte” centroamericano. Pero no eran los mismos criminales de hoy. Bueno. En realidad, quién sabe si eran los mismos, sus herederos o sus estructuras criminales y lucrativas. En aquellos años, los patrocinadores y los encubridores, los sucios financieros y los socios “escuadroneros” de un Estado criminal, mataron un arzobispo; ahora no… hasta ahora. De seguir así, ¡quién sabe qué siga! En México asesinaron al arzobispo de Guadalajara –Juan Jesús Posadas– también en mayo pero de 1993, en medio de las guerras entre el crimen organizado y los Estados desorganizados. 

En ese mayo sangriento salvadoreño de 1979 fueron capturados, también el primer día del mes, Facundo Guardado –de generales conocidas– y Ricardo Mena, líder estudiantil en aquella lejana Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”. El 8 de mayo, en el atrio de la Catedral metropolitana fue masacrada una manifestación del mismo BPR cuando se reclamaba la libertad de sus cabecillas. No solo de Facundo y Ricardo; también de Óscar López y Numas Escobar, quienes pertenecían a la Unión de Pobladores de Tugurios y a la Unión de Trabajadores del Campo, respectivamente: las inolvidables e inefables UPT y UTC. Se exigía, además libertad para Marciano Meléndez, el querido “Chanito”.

De este último, el movimiento estaba claro que ya lo habían ejecutado; sobre Óscar y Numas, aún quedaba alguna esperanza. Los dos primeros fueron los únicos que el régimen encabezado por el general Carlos Humberto Romero entregó con vida, no por su gusto sino después días en los que la muerte se paseó por el país, principalmente en su ciudad capital. Toda la coyuntura cruenta duró, más que nada, desde ese fatídico 8 hasta el 22 de mayo cuando fue disuelta a sangre y fuego una marcha que se dirigía a la embajada de Venezuela, tomada entonces por integrantes del BPR. Durante ese período, casi todos los días hubo que enterrar víctimas asesinadas por fuerzas gubernamentales. La guerrilla también acribilló, el 23 de mayo, a Carlos Antonio Herrera Rebollo quien era Ministro de Educación y había sido alcalde de San Salvador por el Partido Demócrata Cristiano.

Además del militar y mandatario impuesto el 20 de febrero de 1977, otro Romero también se convirtió ese mismo año –dos días después de la toma de posesión del general– en figura pública nacional: monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez pasó a ser el IV arzobispo de San Salvador, también impuesto según algunas personas y grupos que no lo veían con buenos ojos pero que ahora no paran de alabarlo. Y es que a estas alturas de la historia, más de alguna gente de entre aquella que reventó cohetes la noche del 24 de marzo de 1980 –festejando el magnicidio– estuvo montada en el templete principal, durante el acto oficial de beatificación del mártir que amó y defendió la fe en serio y sin regateos; lo hizo en aquellos tiempos de cólera y aflicción, desde el lugar que muchos de sus actuales veneradores no lo hicieron: desde la opción preferencial por la defensa de los derechos humanos de los sectores más vulnerables por la exclusión y la represión.

A López y Escobar los capturaron y desaparecieron la noche del 25 de abril de 1979. Una joven bella de quizás apenas diecisiete años, pobladora de la “22 de abril” pero refugiada en la “Tutunichapa” por su militancia en la UPT, iba con ambos pero logró correr; la cosieron a balazos y, así, María Elena Salinas falleció en el instante. De estos tres casos, monseñor Romero no dio cuenta en su diario pues viajó a Roma dos días después. Por cierto, sus maletas se quedaron en Madrid; por ello debió vestir sotana y faja ajenas para asistir a la beatificación de dos sacerdotes.

Pero lo sucedido el 8 de mayo si lo registró el arzobispo mártir ya que un día después de ocurrida la masacre monseñor Ricardo Urioste –entonces vicario general arquidiocesano– le dio la noticia por teléfono estando aún en la capital italiana. Ya en el país, la primera homilía dominical de Romero fue la del 13 de mayo. Guardado y Mena ya estaban libres; del resto, nunca se supo nada. Ese día, entre los hechos de la semana, afirmó que no solo el BPR sino todas las personas de buena voluntad en El Salvador debían exigir al Gobierno el respeto de la ley y la libertad de sus hermanos. Y agregó que del 22 de febrero hasta el 8 de mayo de ese año, el Socorro Jurídico Cristiano había documentado trece desapariciones forzadas; sumadas a las anteriores, se tenía un total de 127 de esos crímenes contra la humanidad. “¡Son nuestros hermanos –exclamó Romero– y queremos saber dónde están!”

Se ha prometido –añadió– que se hará una investigación exhaustiva. ¡Cómo nos gustaría!, es lo justo. Pero tenemos un temor. Si una investigación va a correr la misma suerte de la que el 14 de septiembre se pidió a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para que observase e investigase la situación de los derechos humanos en El Salvador, no hay mucho que esperar. Ciertamente es lo justo; pero con el fin de aceptar responsabilidades, de sancionar a los culpables y de enmendar errores. Para mí, esto es lo más grave: que se cometen errores y no se reconocen. Todos tenemos que reconocer nuestros errores y no distorsionar la verdad para una aparente salvación del honor”.

Por todo lo anterior y porque tampoco ha habido investigación y justicia en el caso de Rutilio Grande, monseñor Romero dejó “con los colochos hechos” a quienes organizaron la parafernalia oficial sabatina. Porque, luego de la ejecución de Rutilio Grande a pocos días de convertirse en arzobispo metropolitano, el santo patrono de los derechos humanos le reclamó al presidente por no averiguar la verdad sobre la muerte de este jesuita y dijo que no participaría en ningún acto de esos mientras ello no ocurriera.



Y como no ha ocurrido, el primer mártir salvadoreño y el salvadoreño más universal estuvo este sábado 23 donde siempre ha estado: con su pueblo entre la multitud que se asoleaba durante su beatificación, en las comunidades dolientes del país, con quienes salieron huyendo del mismo por la violencia y la falta de oportunidades… En fin, parafraseándolo, con el pueblo sufrido cuyos lamentos siguen subiendo hasta el cielo cada día más tumultuosos y que lo venera de verdad. 

viernes, 15 de mayo de 2015

Justicia y transición

Benjamín Cuéllar

El Salvador, dicen, pasó de la guerra a la paz. ¿Será cierto eso? Dentro y fuera del país hace veinticinco años, ¿cuánta gente dibujó en sus rostros amplias sonrisas al ver, con muy buenos ojos, el inicio de las negociaciones y de la firma de los acuerdos entre las partes beligerantes allá en Ginebra, Suiza? Mucha, muchísima. Tiempos mejores estaban por venir para el país, pensaban y declaraban. De aquella guerra no se pasó a la paz, sino a una posguerra cruenta que –finalizada– le dio paso a lo que ni los Gobiernos que se han sucedido de 1992 a la fecha ni muchas otras voces que le auguraron linduras a esta sociedad, se atreven a reconocer: a un Estado en pie de guerra permanente.

¿Fallido o no? Esa discusión es una más de las exquisiteces que mantienen entretenidas y polarizadas a ese par de maquinarias politiqueras “iluminadas” que trazaron en teoría un buen camino hacia la paz, pactando honrar su palabra con el cumplimiento de sus compromisos. Pero a la hora de las horas, no supieron o más bien no quisieron transitarlo de la mano para alcanzar esa que –todavía a estas alturas– sigue siendo una quimera para las mayorías populares nacionales. Por eso se vive en un Estado en pie de guerra, donde el estado en que se encuentran esas mayorías es el de una permanente violencia que produce a montones ejecuciones individuales y masacres, torturas y desapariciones forzadas. Todo eso,  con el consiguiente terror entre las mismas.

Esas prácticas criminales horrendas no se quedaron en aquel pasado sangriento y aún oscuro por el ocultamiento de la verdad, del que decían se salió el 16 de enero de 1992 con la firma del último acuerdo entre la guerrilla desaparecida –en toda la extensión de la palabra– y del entonces Gobierno que ocupó, igual que sus antecesores, el ejército y los cuerpos policiales para violar derechos humanos. No, para nada. Esas prácticas siguen siendo, como antes, el amargo pan de cada día tragado allá donde siempre y por la gente de siempre: las personas y comunidades excluidas de todo, sobre todo de las justicias social y penal.

Y eso, ¿por qué continúa? Tal pregunta me la hice de nuevo –me la he y la he formulado infinidad de veces– en ocasión de una reciente reunión a la que por suerte asistí para reflexionar, junto a un selecto grupo de colegas, sobre los nuevos principios de la jurisdicción universal. Ese proceso, liderado por Baltasar Garzón junto a la entidad que fundó y lleva su nombre, ha sido y será –hasta su final– sumamente rico y participativo. Arrancó en mayo del 2014 con el Primer Congreso Internacional de Jurisdicción Universal en Madrid, el cual convocó por cuatro días a personas expertas de diez distintos países que debatieron sobre lo qué ha pasado en el mundo, lo qué está pasando y lo qué pasará con este asunto vital. 
Camino a presentar demandas de inconstitucionalidad
contra la Amnistía y la prescripción de graves violaciones de
ddhh y otros crímenes atroces
  
En el recién realizado encuentro, conducido magistral y amenamente por el citado juez Garzón, me tocó “bailar la canción más fea”: fui el último que intervino después de dos arduos días de trabajo, tras haber visto “bailar” mejor al reducido resto de colegas. De los principios asignados para provocar el debate, me tocaron tres: el quince, el dieciocho y el diecinueve. El último trata sobre la interpretación de los dieciocho anteriores, así que no había más que mencionarlo. Pero el primero y el segundo que expuse me cayeron como “anillo al dedo”, porque tienen que ver del todo con una realidad dolorosa pero hermoseada: la salvadoreña. Tratan sobre justicia transicional, y víctimas y testigos.  

Para ello me “agarré” de dos casos emblemáticos: el magnicidio del casi beato Romero y la masacre en la UCA, por la casi segura extradición del “Inocente” Montano. Ambos debían cimbrar ese proceso iniciado aquel 4 de abril de 1990 en Ginebra cuando en el país, al igual que en la Colombia actual, el conflicto armado seguía. El documento firmado ese día era el punto de partida, pero a la vez planteaba en el horizonte el de llegada: la pacificación. 

Luego vino el Acuerdo de San José sobre derechos humanos, del 26 de julio del mismo año. Entonces se convino darle “toda la prioridad a la investigación” de graves violaciones “que pudieran presentarse, así como a la investigación y sanción de quienes resultaren culpables”. Finalmente, en Chapultepec las partes se comprometieron –articulo 5, capitulo I– a superar la impunidad afirmando que las graves violaciones de derechos humanos y otros crímenes atroces, “independientemente del sector al que pertenecieren sus autores”, debían “ser objeto de la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia”, para aplicarle “a quienes resulten responsables las sanciones contempladas por la ley”.
Coronel Inocente Montano, preso en EUA por delitos migratorios;
acusado en España por la masacre en la UCA

Además, le facilitarían a la Comisión de la Verdad toda la información que tuvieran; asimismo, reiteraron que no se debía “impedir la investigación ordinaria de situaciones o casos, hayan sido investigados o no por la Comisión de la Verdad, ni la aplicación de la ley cuando así procediera”. Pero –como canta “Juanga”– “inocente, pobre amigo” quien les creyó. Deshonraron del todo su palabra. De ahí la respuesta al porqué el país se sigue desgarrando con gente que continúa muriendo y desapareciendo: porque ambos bandos se premiaron entre sí con la impunidad y con la misma despreciaron a sus víctimas. 

“El derecho a la verdad, que es a la vez un derecho individual y colectivo, es esencial para las víctimas, pero también para la sociedad en su conjunto. El esclarecimiento de la verdad sobre las violaciones de los derechos humanos del pasado puede ayudar a prevenir los abusos de los derechos humanos en el futuro”. Eso acaba de decir Ban Ki-moon el 24 de marzo, “Día internacional del derecho a la verdad en relación con violaciones graves de los derechos humanos y de la dignidad de las víctimas”. Por poco es más largo el nombre que el primer propósito de lo conmemorado, que no por eso deja de ser el más importante. “Promover la memoria de las víctimas de violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos y la importancia del derecho a la verdad y la justicia”, reza el mismo.

Pero más allá de eso, están las palabras del pastor hecho santo por el pueblo desde su asesinato y no por decreto del Vaticano; mucho menos por gestión gubernamental alguna. Así profetizó en 1978 lo que después llamarían justicia transicional: “La Iglesia no tiene un afán, una pretensión de estar aquí solo hablando por denunciar. ¡Yo soy el que siento, más que todos, la repugnancia de estar diciendo estas cosas! Pero siento que es mi deber, que no es una espectacularidad sino simplemente una verdad. Y la verdad es la que tenemos que ver con los ojos bien abiertos y los pies bien puestos en la tierra, [con] el corazón bien lleno de Evangelio y de Dios, para buscarle soluciones”. Y para Romero, la solución es la justicia. “Solo la justicia –auguró– puede ser la raíz de la paz”.

Por eso en este país donde las personas hoy “todassomosromeristas”, no hay paz ni parece que se esté asomando por ahí. Los que ya se asomaron y salieron a guerrear son los batallones élites; ojalá, al menos, no se llamen como sus padres: “Arce”, “Bracamonte”, “Belloso”, “Atlacatl” y demás. Romero, desde su defensa local de los derechos humanos se convirtió en el símbolo universal de la misma; pero en lo local, ese reconocimiento universal no ha impactado al Estado para hacer valer los derechos a la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas. Ese Estado ha renunciado a su deber de investigar, por falta de valor o por la cómoda impunidad para quienes lo han conducido después de la guerra.

Ante esa realidad y no teniendo opciones por el momento, más que esas dos maquinarias electorales, la conclusión se resume en una palabra: poder. Pero vista como sustantivo y verbo. Es cuestión de generar el necesario poder de las victimas de antes, durante y después de la guerra para poder tener su decisivo protagonismo; no electorero, sino en la lucha contra la impunidad. Solo así se avanzará en una transición hacia esa paz que aún no llega. Para ello se debe pasar de la abundante indignación a la efectiva acción, se debe trabajar con la suficiente pasión y soltar la creativa imaginación, se deben impulsar procesos de educación en derechos humanos y promover la organización alrededor de los mismos. Ese sería el milagro más importante de Romero y el mejor homenaje a su figura universal.

Marcha del 22 de enero de 1980, con más de 200,000 personas. Reprimida por el régimen.